Tercer martes de julio y Antonia demoraba su arribo a casa
por segunda vez, ahora con ocasión de uno de los variados eventos sociales de
su oficina. David, quien no era reconocido por su espíritu social y fiestero,
optó por esperarla en casa y sugerirle un servicio de transporte privado para
el regreso, su única alternativa, pues en ningún momento de la escueta llamada
fue invitado.
—Amor, voy al cumpleaños de Edna, saca un rato a Doctor al
parque y pasea con él unos veinte minutos. No me esperes despierto.
El sonido del teléfono lo trajo de regreso de las
cavilaciones con las que solía ver el noticiero de la noche: las repercusiones
económicas de la invasión a Irak, la muerte de un dictador de este o del otro
lado del mundo y el alza del dólar le habían hecho concluir que la importación
de telas sería un buen mercado en los próximos años. En cuanto colgó con
Antonia buscó su agenda y apuntó en una página en blanco las palabras
“telas-llamar-sábanas”. Al final de la página anterior se mostraba otra frase
escrita exactamente diez días atrás: “autos-depresiones-accidentes en
diciembre”.
Se alistó para salir. Llamó a Doctor. Desde los primeros
meses se había esforzado porque el perro reconociera su característico silbido
y ahora, siete años más tarde, uno solo era suficiente para que el labrador
chocolate corriera a su encuentro desde el patio de la casa. Recordaba haber
elegido el adusto nombre una noche en la que tomaba un par de cervezas con
Antonia, y pensaban dónde instalarlo dentro del modesto apartamento que ella
habitaba por entonces, un arrebato infantil al que no encontró oposición.
Todavía eran novios.
—Seguramente se imagina que hay un banquete —pensó David en
voz alta al tiempo que depositaba las llaves en el bolsillo, pero cuando el
perro vio la pelota en la mano del amo se alistó junto a la puerta.
Como no tenía afán y saldrían al parque del condominio, a
dos manzanas de la casa, prefirió dejar el collar. El paseo demoró unos
cuarenta minutos hasta que Doctor vino a echarse a sus pies y perdió interés en
la pelota, por la que tuvo que ir David hasta los columpios donde un par de
gemelas de unos diez años discutían sobre cuál de las dos tenía el balanceo más
brusco. Al inclinarse a recogerla no pudo evitar notar que el título se lo
llevaba la de la izquierda, su lado favorito.
De regreso entraron al supermercado, compró dos panes y una
bebida a base de canela. En el camino, de manera displicente, iba poniendo en
el hocico de Doctor pedazos de pan a medida que andaban. En ese instante pasó
por su cabeza que en los cuarenta minutos de paseo había interactuado más con
el perro que con Antonia en lo que iba de la semana.
Era su segunda semana de vacaciones, esa noche el período
alcanzaba su mitad exacta y lo sabía. Desde niño, había aprendido a contarlo
todo: los pedazos de salchicha que su madre le servía en el plato, sus pares de
zapatos, el número de horas que estudiaba cada semana en la biblioteca siendo
estudiante universitario y últimamente los días que le restaban para volver a
la rutina. La extrañaba.
Diseñador industrial de profesión, para distraer su ánimo en
vacaciones había regresado al club de ajedrez abandonado años atrás; tomaba dos
cursos de una hora todas las tardes y recordaba varias de las aperturas que en
la adolescencia dominaba a la perfección.
Al volver del parque, David estaba decidido a pasar las
horas con un rompecabezas que había encontrado en un baúl mientras arreglaba un
poco sus instrumentos de dibujo, se trataba del regalo de su jefe en su último
cumpleaños: La tentación de san Antonio
de Salvador Dalí, una réplica de 1500 fichas plastificadas que sin duda
encajarían delicadamente. Despachó al perro y se encerró en el estudio en el
que por la tarde había despejado premeditadamente el amplio escritorio.
Antonia volvió y lo encontró despierto todavía; se
sorprendió al verlo desde la sala encerrado y dando vuelta a las fichas de un
rompecabezas que ignoraba que tuviera en casa e imaginó que lo había comprado
al volver del curso esa tarde. Sin embargo, no tuvo ánimo de preguntarle su
procedencia. Lo saludó en la distancia y lo invitó a no quedarse mucho tiempo
más, estaba cansada y se iría a dormir. Minutos más tarde, en el cuarto, cuando
David removió un poco la cama al sentarse, Antonia prefirió hacerse la dormida
y él lo notó. Esa noche decidió poner todas las fichas con el diseño hacia
arriba y agruparlas por colores, las dejó de ese modo al cerrar el estudio.
A la mañana siguiente, David preguntó a Antonia cómo había
estado todo y ella concisamente respondió que habían ido a un restaurante
italiano.
David había aprendido desde niño que las cosas, sin importar
de qué tipo, se hacían un paso a la vez. Tres noches después, viernes, retomó
el rompecabezas. Allí, contemplando las fichas y sus múltiples variaciones de
grises y añil, escogió buscar las esquinas y los bordes, juntándolos sin
atreverse a encajarlos. Después repasó lo aprendido en su clase con la lectura
de las fotocopias que les habían entregado en la sesión a los asistentes. Esa
tarde, mientras volvía del curso, Antonia le había avisado con un mensaje de
texto que se demoraría porque tenía mucho trabajo y prometía reponerle el
tiempo perdido en las últimas noches el fin de semana. Más tarde, cuando se
cansó de leer y esperándola todavía despierto, David contó todas las fichas del
rompecabezas por decenas, le pareció que una faltaba, pero al final se dijo que
más adelante rectificaría su cuenta. Se fue a dormir sin que ella llegara.
Jefe de servicios en la Unidad de Cuidados Intensivos,
Antonia había tenido una carrera de ascenso meritorio en los primeros años. Sin
embargo, llevaba tres con el mismo cargo y esto la ofuscaba, solía hablarle a
David de lo frustrada que se sentía, de su necesidad de nuevos retos, de ese
estancamiento del que creía que nunca iba a salir. Nunca y siempre hacían parte de sus palabras favoritas:
—Es que tú y yo nunca vamos a ningún lugar divertido,
siempre los mismos restaurantes elegantes, me aburren.
—Es que Jaime —su jefe— nunca ha querido escuchar mis ideas
de mejora para el hospital, y tú tampoco —solía decirle a David mientras
desayunaban, si amanecía de mal humor.
Desde niña fue el centro de atracción, a pesar de ser la
mayor de tres hermanas y de haberse ausentado desde muy joven de casa para ir a
estudiar al exterior; sin embargo, en todas las reuniones familiares era
costumbre que ella fuera el tema de conversación, circunstancia a la que
contribuían su desparpajo, belleza y prodigioso juicio para los asuntos
académicos.
David, por su parte, había sido un solitario, siempre dentro
del promedio de su círculo social. Los buenos ingresos de su padre le habían
abierto de niño un camino en la sociedad con pago de profesores particulares,
educación en el mejor colegio y, con algo de esfuerzo, en la mejor universidad
de la ciudad. Ahora, años después, solía decirse que lo único que le quedaba de
ello era un buen cargo, una calvicie incipiente antes de cumplir cuarenta y una
leve cojera que lo hacía ladearse hacia el lado izquierdo, adquirida cuatro
años atrás en un accidente en bicicleta por el que lo sometieron a dos
cirugías.
El fin de semana lo apuraron entre visitas a los padres de
ambos, llevar el perro al veterinario y hacer mercado, no hubo recompensa para
David y fue la primera vez que Antonia le habló de una nueva doctora a su cargo
con la que decía entenderse muy bien. Pocas habían sido las ocasiones en las
que le notara tal entusiasmo por algo que se relacionara con su trabajo.
Había reparado en las primeras ausencias de ella desde la
fecha de su cumpleaños, ese seis de abril Antonia llegó afanada y retrasada, en
cuentas de él, diecisiete minutos, a un evento sorpresa organizado por la
hermana de David y sus sobrinos. Allí empezó a convencerse de que ella lo creía
poco perspicaz. Con una mentira piadosa pero demasiado obvia el esposo sintió
ofendida su inteligencia, cuando al saludarlo ella le indicó que llevaba veinte
minutos encerrada en el baño del lugar y que recién una empleada la había
escuchado para abrirle la puerta. Al final decidió benevolentemente pasarlo por
alto por tratarse de una celebración.
Los meses de mayo a julio tuvieron el aire festivo de los
planes vacacionales, pero finalmente se habían ido al traste porque el hospital
atravesaba ahora por un período de reestructuración que le impediría a ella
pensar siquiera en alejarse de la ciudad. Después de esa noticia, el aire de
los días se tornó rutinario en los silencios de Antonia.
El último miércoles de sus vacaciones, David se prometió
terminar el rompecabezas. A lo largo de la semana había ido avanzando y poco a
poco todo tomaba forma. Faltaba el cielo, unas cuatrocientas fichas que a
simple vista parecían exactamente iguales. La
tentación de san Antonio, pensaba, ¿qué tentaciones se representaría Dalí
con el caballo gigante, los elefantes que parecían de ocho patas y las mujeres
desnudas? Por otro lado, el enclenque Antonio que se defendía con una cruz de
palo. ¿Podría alguien ignorar las tentaciones del mundo detrás del escuálido
símbolo? Seis horas después se detuvo, casi terminaba, pero el cansancio lo
vencía.
Antes de subir al cuarto pasó a la cocina por un vaso de
agua, desde allí quiso tomar un poco de aire y abrió la puerta contigua que
llevaba al patio. Doctor roncaba. En los primeros años de casado, Antonia
recriminaba a ambos por ello, por supuesto al perro, lejos del área conyugal,
poco le había importado.
Lavó el vaso en modo automático. Pensaba en lo feliz que
debería ser aquel perro y en lo apacible de sus ronquidos como dueño del patio,
envidiaba su libertad, desprendido de silencios incómodos o de comentarios
condescendientes.
Al día siguiente retomó la labor, extrañamente, Antonia
llegó dos horas antes de lo acostumbrado y, después de una cena rápida de
microondas, se fue a leer un rato en la cama. Él prometió alcanzarla cuando
terminara, labor a la que le calculaba unas dos horas, pero que en el último
momento se le dificultó porque no encontraba una ficha. No podía creer que la
hubiera extraviado e incrédulo buscó en las repisas del estudio y bajo todos
los muebles de la sala; tampoco podía sospechar de Doctor, al que le había
impedido acercarse, encerrándose por completo.
Rendido, volvió al cuarto. Antes de eso pasó la hoja del
calendario de la sala, desde hacía una hora vivían en agosto.
Contó los ochenta y siete pasos en el regreso: treinta y ocho
desde su escritorio hasta la escalera, que incluían una entrada fugaz a la
cocina para revisar que la luz estuviese apagada, veintitrés escalones en
ascenso, quince pasos a la entrada de la habitación, once para rodear el cuarto
y llegar a su lado, el izquierdo, de la cama.
Subiendo por la escalera recordó que su agenda estaba en la
mesa de noche, llevaba días sin usarla y la echaba de menos. En el cuarto,
Antonia colgaba el teléfono presurosa, no lo había escuchado llegar y él fingió
ignorarla entrando rutinariamente por la puerta, mirando al piso, como
queriendo encontrar la pieza extraviada. Ella le dijo de inmediato que desde el
día siguiente, o mejor, desde ese mismo día en la tarde, se ausentaría, de
nuevo el famoso fin de semana del Comité Semestral de Hospitales Locales, en el
que ella fungía como relatora. También dijo algo sobre el hecho de que le
parecía increíble que ya hubiesen pasado seis meses; no tenía que ir a la
oficina y hacia las cuatro de la tarde, Jaime, su jefe, pasaría por ella para
llevarla al eterno evento.
David se sentó pesadamente en la cama, buscó la agenda en el
cajón, la abrió donde estaba el lápiz que le servía como separador y repasó las
frases escritas. La primera de la penúltima página, consignada allí unos cuatro
meses atrás, decía “marzo y octubre, los meses del famoso comité semestral, no
interrumpir fines de semana de Antonia”.
Se metió bajo las
cobijas y le dio la espalda, había encontrado la última pieza de su
rompecabezas.
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*Texto publicado en la Antología 2016 de la Red de Escritura
Creativa – RELATA como cuento representativo del Taller Literario José Félix
Fuenmayor de la ciudad de Barranquilla – Colombia:
http://www.mincultura.gov.co/areas/artes/publicaciones/Documents/Antolog%C3%ADa_Relata_2016_PDF_Final.pdf