viernes, 17 de abril de 2009

...el jardín de los recuerdos...

Para empezar, ni Tomás debieron llamarme pues me hubiera gustado Miguel. Tengo las contradicciones puestas en los genes: un papá militar y seis semestres de una carrera de humanidades, mi madre es casi analfabeta y ambos padres de ésta son abogados de profesión, jamás me bautizaron e irónicamente tuve que ir a la iglesia cada domingo con mis abuelos casi hasta los quince. 
Soy Tomás, de la ficción de un desocupado, una ficción de catacarpio como diría él y tengo la extraña necesidad de renombrar historias ajenas.

Margarita, la dueña de una vida rutinaria y amarga, madre y esposa, la que a los dieciséis era ama de casa y a los treinta y cinco gustaba de ir al cine o al concierto de turno conmigo, sí, también de contradicciones certeras, como las mías que a los doce después de estudiar trabajaba vendiendo arepas con mi mamá en la calle y a los veinticuatro descaradamente me podía declarar como todo un mantenido.

¡Ah!, Margarita es una historia larga que sucede cuando yo tengo el descontrol de dos carreras a medias y un padre que en su generosidad de época de guerra me gira lo suficiente.

La última vez que la vi tenía una sonrisa casi desencajada y pícara, ese día extrañamente vi la muerte en sus ojos y tuve la necesidad de llorar a escondidas antes de decirle que nos veríamos mañana y que todo nos saldría bien. Sus dolores se hacían más recurrentes pero eso no le impedía intentar alegrarme el día, sus comentarios, los mismos: –¿Y si te extraño lo suficiente como para dejar todo atrás?-, decía en medio de risas, -¿Y si un día de estos Migue (Migue, casi como me hubiera gustado llamarme) se da cuenta de todo esto y quiere matarnos a ambos?-. Jamás la volví a ver y su astucia fue tan sorprendente que no dejó rastro alguno, sencillamente don Migue Medina y su esposa con sus ahora cuatro hijos se fueron a vivir lejos de la ciudad.

¡Ah!, Margarita tenía una panza enorme como de trillizos y lo único que sabíamos era que se había gestado en una de esas reconciliaciones majestuosas que solíamos tener después de una pelea que a lo sumo nos duraba tres días y que siempre tenía el mismo común denominador: que ella estuviera casada y ya tuviera tres hijos, que fuera cerca de once años mayor a mí y que aún así no solo nos amaramos furtivamente sino que me mantenía cuando los giros de –papi- no alcanzaban para mis excentricidades.

El mensaje más bello de toda mi existencia lo recibí la mañana siguiente y me anunciaba un regalo “¡Imagínate!, vamos a tener una Violeta, estoy muy emocionada y muy feliz. Te amo. Sé que será la mujer más bella del mundo (esa que siempre has soñado), delgada y altiva como nosotros, tendrá que ser toda una dama y sacar un poco de mi carácter, sí, porque acéptalo, eres todo un huraño, ja, ja, te quiero”. Ese mensaje fue el final de aquella época extraña, la que quizá deba decir fue la más feliz de mis escasos veintitantos años, no era tener dinero sin esfuerzo o sentirse amado por la mujer de algún Migue, sencillamente era este mundo de contradicciones donde mi primera hija nacía en el vientre de un frondoso matrimonio de más de diez años. 

Las cosas con ella fueron siempre de revés, nuestro primer beso tuvo lugar un día cualquiera en el sexto mes de embarazo del último hijo que tuvo antes de nuestra Violeta; todo sucedió así, velado, paradójico, esquivo, perspicaz, desde nuestras primeras citas en el parque de un barrio distante hasta el momento en el que el portero de mi edificio le decía –la señora del 201-.

¡Ah!, Margarita me envió el mensaje más bello del mundo pero después del parto todo fue distinto, quiso retomar su hogar, desde luego, con su nueva hija como motivo, la mía, la que ahora lleva el apellido de Migue y que crece junto a sus cuasi-hermanos en algún rincón del Quindío, el lugar más seguro del mundo según Margarita y en donde quizá jamás pueda llegar a hallar a ese, mi par de flores, a una Margarita que me enamoró haciéndome el hombre más intransigente del mundo y a mi Violeta, la que desde luego será la mujer más bella del mundo.

3 comentarios:

  1. Qué bien saber algo de ti después de tantos viernes sin vernos... aún escribes muy bien..

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  2. El impacto que ciertas personas producen en nuestras vidas no se mide por la cantidad de tiempo compartido sino por la calidad del mismo. Y aunque se marchen todas las Margaritas y todas las Violetas, nadie podrá borrar(te) la magnitud de la experiencia, ni la sonrisa de evocar esos recuerdos.

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  3. Sueña tan bella esa historia,que al leerla lo hace regresar a tras, seis años antes donde nacía, violeta la flor más hermosa que ha dado lugar para que esta historia se hubiera hecho realidad. Ese jardín sigue igual de bello con el riego constante del recuerdo, de aquel jardinero que quiso regar ese par de flores.y que apesar de la distancia nunca se olvidará...

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