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domingo, 9 de octubre de 2016

…Opinión al margen…


Transcurren varios de los días más nefastos para la historia de mi país desde que estoy vivo.

Vertiginosamente nos hundimos en esta pesadilla que nos dejó el resultado del plebiscito del 2 de octubre, poco más de cincuenta mil votos inclinaron la balanza en favor del No. Fue el funesto adiós a la posibilidad de empezar a construir, en paz, un país de menos guerra y más educación, de más justicia social, porque es claro que no era más que eso: una posibilidad, pero lo era.

Me acuso de haber creído incauto que los resultados nos serían favorables (claro, soy un firme convencido de que el Sí era la opción que más “nos” convenía) pues, ahora me pregunto si por fortuna, me he rodeado en el mundo (real y virtual) de quienes a lo largo de su vida han asumido posturas liberales, progresistas, comunitaristas.

Así, estos días he visto aflorar entre amigos y familiares sentimientos de ira, desesperanza, frustración.

Sin lugar a dudas, la tristeza también ha invadido mis noches desde el resultado y la sensación con el recuerdo se va pareciendo cada vez más a la de una decepción amorosa. Nada extraño, si se piensa, el despecho es con los compatriotas, mayoría, que votaron por la opción contraria y, aunque las explicaciones pudieron ser muchas, gran parte de la indignación la vertimos sobre la impotencia que genera la falta de una oposición clara, responsable y propositiva, fenómeno que ha quedado en evidencia desde el momento mismo en que se anunciaron los resultados definitivos.

Lo que al día de hoy tenemos es el oportunismo de algunas cabezas que se adjudican la posición del vencedor, que dicen tener unas condiciones inamovibles para la consecución de una paz estable y duradera, pero que a la larga no están haciendo más que improvisar. Una semana después de los resultados apenas salen los primeros comunicados y proposiciones concretas, muchas de las cuales amparan la impunidad y resguardan los intereses de unas clases políticas y sociales vinculadas a fenómenos de desplazamiento forzado, despojo de tierras y de ejecuciones extrajudiciales, entre otros. Las mencionadas propuestas se la juegan por desconocer la justicia de transición y condenan en el olvido nuestro derecho de conocer la verdad de lo sucedido en los últimos años en torno al conflicto armado; ciegan con ignorancia el justo reclamo que como población civil debemos a los responsables de tanta atrocidad.

Mención especial merece el montón de incautos que creyó en las vociferaciones de los vendedores de humo, que abusando de su autoridad, credibilidad y de la buena voluntad de sus allegados, difundieron mentiras de todo tipo logrando imponerse a través de la desinformación y el miedo. Muchos de esos votantes, hoy como todos, ven las nefastas consecuencias de la decisión a nivel político, social y económico; el voto se les ha hecho indefendible en el escenario cotidiano. A mi juicio resulta difícil discutir, si se es un ciudadano de a pie sin intereses políticos o económicos claros en la continuidad del conflicto, con un acuerdo juicioso, mesurado y responsable como el alcanzado.

Lo cierto es que estamos así gracias a que como masa siempre hemos sido tal como nos lo pinta este momento de nuestra historia: mediocres y egoístas.

Aún no vuelven a sonar las trompetas de la guerra, falta poco menos de un mes para que se levante el cese al fuego bilateral extendido y mientras tanto las partes (que ahora son tres) juegan al ajedrez, cada una al ritmo que más le favorezca. Curiosamente ese juego versa sobre reuniones que fraguan los grandes politiqueros de siempre, como viejos amigos, una burla a las víctimas y a la sociedad civil cuando esos mismos encuentros, y aquel tan sonado consenso nacional, pudieron haberse llevado a cabo por lo menos cuatro años antes.

En las opiniones políticas diarias hay sentimientos encontrados, espaldarazos (tal vez más internacionales que nacionales) y detractores. A mí personalmente me cuesta imaginar en qué momento una desazón comunitaria se apoderó de nosotros tan agudamente.

Aún así, el grueso de los nacionales, cándidos todos, esperamos desde la saciedad de nuestras rutinas las noticias del día a día. De pronto asistimos a una marcha acá, firmamos una petición por allá o hasta nos atrevemos a instaurar acciones legales, pero hay que decir que muchas de estas acciones carecen de una contundencia que vaya más allá de la emotividad. La mayoría son una muestra de respeto y sensatez, exigen el cambio de balas por banderas blancas y se representan en gritos de consignas en favor de un mejor país. Hay lágrimas en asistentes y espectadores

Se vienen nuevos días de drama y cada uno de nosotros vuelve con decepción a sus tormentos de los últimos años. Mientras tanto, la democracia nos muestra en ejemplos de varias naciones que puede ser perfectible, con los días surgen nuevas y mejoradas distracciones mediáticas y el universo continúa expandiéndose. Esperemos que antes de que el daño de huracanes, elecciones de tiranos o reformas tributarias nos alcance, se nos permita, como consecuencia de algún nuevo suceso caótico, construir el tan anhelado posconflicto.


domingo, 18 de marzo de 2012

…anonimatos…

…Tengo que hacer un escrito que contenga una hipótesis sostenible, deducciones, evidencias y conclusiones en menos de doscientas palabras. Sí, mi profesor de inglés es un tanto optimista, de cualquier forma lo haré más tarde, por ahora, y antes de volver con las hipótesis, me quedo con las sandeces y las simplezas de este blog que cada vez está más sucio y abandonado…


-Tomás, no está bien que veas conversaciones ajenas- me dijo al tiempo que advertía que el foco de mis ojos se desprendía por un momento del contacto con los suyos y se deslizaba etéreamente por la boca resplandeciente de la mujer sentada tres mesas adelante. -Es una costumbre apática que, bien sabes, no te ha traído más que problemas– continuó diciendo -aún me veo llevándote comida a la estación policial la última vez que tu maña fue percatada por los tipos de esa mesa en el juego de póker– concluyó.

La mujer que estaba a tres mesas era una mulata grande y afanosa, supuse que sería de algún municipio del Caribe de donde he conocido a muchas como ella, con esa alegría eterna y sensual. Sentada mostraba un cuerpo robusto de brazos y espalda ancha, que probablemente combinaban tan bien con un abdomen pronunciado como con esa sonrisa nívea. Tenía los ojos oscuros, grandes y brillantes, y unos pómulos brotados que le daban ciertas facciones de indígena.

-¿La ves?, está justo detrás de ti y acaba de decir “nunca he estado más asustada en mi vida”- le dije al rostro de Camila que por mi imprudencia recién se había enfurecido y ahora desviaba la mirada. -Si hay algo difícil de saber cuándo intentas leer los labios de las personas es cómo se llaman- continué diciendo -puedes pasar horas y horas en el bus, un bar, el parque o la biblioteca y las personas difícilmente dirán su propio nombre-.

-A mí eso me tiene sin cuidado, ya te he dicho que no está bien que lo hagas- me recriminó de nuevo el rostro enfurecido y ahora recién ruborizado.

-Lo cierto, te interese o no, es que él tiene por lo menos el doble de su edad y ella aún no llega a los veinticinco, lo cierto es que vivieron en el idilio por cerca de seis meses y después, como raro, ella empezó a creer que algo no andaba bien. Nuestra amiga se sospecha que su galán le ha contagiado alguna enfermedad– le dije buscando más que un tanto de rubor en su ira -lo cierto, después de todo, mi querida Camila, es que no merece la pena seguir leyendo en los labios ese dolor porque quizá se nos contagia- terminé diciendo mientras advertía lo triste que resultaba la historia de la morena y lo imprudente de mi costumbre.

 –Tú me lo acabas de contagiar, imbécil, ahora ni siquiera quiero ver su rostro, vamos a esperar a que se vaya- me dijo al tiempo que para sorpresa mía había desviado su estallido de ira contra lo arraigado de mi maña a los actos de él, de un él de quién no sabíamos nada y del que solo la interlocutora de la joven hubiese podido darnos razón en ese instante-.

Como en otras ocasiones, con ese tono solemne y el aire filosófico que siempre ponía en sus modismos, muletillas y frases de cajón, a los pocos minutos relacionó lo que le había contado con un pasaje de su vida o de la de quienes conocía. Comenzó hablándome de la suya, de la necesidad de prescindir de la inocencia para que no sucedieran engaños como el que hubo contra la mulata. Me aseguró, no sin antes cerciorarse de que me había convencido de lo de los engaños, que hay vidas que están marcadas por ciertos nombres, y me contó la historia de Leonardo y Johan, amigos suyos de la universidad que se habían conocido de niños y se habían hecho pareja a los trece siendo la más estable que ella hubiese llegado a conocer. Me habló de esa Carolina amiga suya que siempre se había involucrado con hombres que se llamaban David y ya sumaba más de seis.

Ese rostro, ahora tranquilo y pálido, me contó que algunos años atrás, antes de que nos conociéramos, la habían cambiado por alguien que para ella no significaba ni una digna competencia, y que eso le había dolido más. Ella, tan delgada, bonita, emprendedora y en otrora excluyente, un día fue cambiada por una más gordita y andariega, una morena con facciones indias que la superaba al parecer en experiencia porque aún en edad ella seguía siendo mayor.

Nos olvidamos de la mulata y así como llegó se marchó entre un gimoteo lastimero y el consuelo odioso de su amiga del que no fuimos testigos. Pedimos la cuenta y nos retiramos.

Al dirigirnos al parqueadero continuó con el tema. –No obstante me siento tranquila, por muy triste y vacía que haya sido mi vida- opinión con la que yo en nada estaba de acuerdo -al menos seguí siendo una mujer sana y salva, a quién no le han amenazado ese tipo de catástrofes autodestructivas como la de la mulata del restaurante. No llegué a ser la bacterióloga más famosa del instituto ni a dirigirlo, quizá sea una mujer a la que nadie más que tú recordarás, pero espero ser una mujer salva y tranquila, ciertamente es mucho más de lo que se podrá decir de todas esas estrellas que por estos días han muerto en medio de la opulencia, el consumo y la soledad-.

Camila no había tenido una vida muy complicada aunque creyese que cada pérdida cotidiana de la infancia había generado en ella un obstáculo irreparable, sin embargo, historias como la de la mujer del restaurante cocían en ella ese tipo de reflexiones sobre los placeres sencillos por las que yo tanto disfrutaba de su compañía.

martes, 14 de junio de 2011

…códigos para un obtuso…

Siete menos cuatro. Juliana llamando. Un gato con unos audífonos gigantes acompañaba el anuncio y se agitaba en la pantalla de mi teléfono.

- Hola, ¿cómo amaneces?

-¿Llegaste? Te tengo una sorpresa.

-¿Una sorpresa? Rico, dale, ¿qué es?

-¡Taraan!-, cortó la llamada y apareció desde atrás de la división de madera, su cubículo estaba contiguo al mío.

-¿Lo notas? Lo pensé mucho pero al fin me decidí, dime que te gusta.

-Eh…-estaba confundido, para mí era la misma mujer que la tarde anterior se había bajado de mi carro a unas cuadras de mi casa, parece que la vida se empeñaba en ponernos juntos, la compañera de trabajo que alguna vez en la última semana me había advertido que llegaría a la oficina con algo nuevo. –Sí – respondí inseguro - Es una linda chaqueta-.

- No, mira bien - me dijo con una sonrisa infantil al tiempo que se llevaba las manos a la cintura –Esta chaqueta me la puse ayer, cretino-

Juliana tenía esa forma sexy de vivir que tienen las personas que son buenas en lo que hacen.

-Por eso, y ayer pasé por alto decirte que te queda muy bien.

Su gesto se hizo duro, me miró displicente y se dio media vuelta, entonces advertí que su zapatos eran diferentes, llevaba unos tacones carmín que a mi juicio serían de unos treinta centímetros o más. La tomé por el hombro.

-Espera, me parece un bonito color- le dije al tiempo que me le ponía de frente obstruyéndole la salida de mi pequeña estación de trabajo. Tan apretado como excitante resultaba estar dentro de mí aparente oficina y verla con esos tacones aunque fuera bajo el copioso uniforme de la empresa, una falda estrecha que a simple vista iba casi hasta los tobillos, y bueno, aunque a mí me parecieran todos sus zapatos iguales.  –Me gusta, bastante, podría acostumbrarme-.

Entre Juliana y yo no pasaba mucho, para mí se trataba de una extraña tensión de risas, miradas cómplices y llamadas absurdas y habituales del tipo –deja quieto ese pie que vas a tumbar la división-. La empresa nos prohibía hacernos visita pero no hablar por teléfono, políticas.  

-Me gusta tu olor, pero hazte a un lado, son las siete con tres. ¿Quieres almorzar?

Asentí. Me moví lentamente y me apoyé contra el escritorio,  la miré beligerante y la imaginé debajo del uniforme mientras golpeaba mi pulgar contra el borde de la silla, una extraña costumbre para los nervios.

-Seguro- le dije levantando la mirada de los tacones -te llamo a las doce. Buena mañana-

Se fue con una sonrisa en el rostro, su trabajo escogiendo unos deliciosos tacones había tenido efecto en mí y se lo hice saber. Probablemente al medio día me contaría la odisea para elegirlos y sobre las mil opiniones que había pedido para finalmente escoger aquellos que la hacían sentir más elegante pero cómoda, fresca pero formal, mujeres.

Me acomodé en la rustica silla de resortes descollantes y maltratadores que me habían asignado desde el primer día y prendí la computadora desprevenido, entonces todo tomó sentido. La noche anterior mi compañera había cambiado el papel tapiz del escritorio, una bonita fotografía nuestra del fin de semana pasado nos mostraba en un sitio de moda, algún antro mal decorado con precios elevados de los que yo poco disfrutaba pero que a ella le encantaban. Sosteníamos una cerveza y reíamos descuidadamente mientras Pablo se asomaba por encima de nuestras cabezas.

-¡Mierda!- la noche anterior Juliana llevaba el cabello rubio y hoy era notablemente oscuro y más corto. Por suerte cuando me preguntan suelo describir las cosas por los colores que tienen y no por lo que son, hombres.

viernes, 11 de marzo de 2011

…de la serie Ficciones de Catacarpio: Cinco afanosos, y ridículos, inicios de historia…

-¿Alguien tiene otra respuesta?- preguntó la profesora Consuelo mientras la clase parecía un tanto indiferente, era lógico, ya eran las 12:40 pm, faltaban cinco minutos para salir –¿nadie?- insistió.

De una de las esquinas traseras del salón se levantó una mano algo temblorosa pero enérgica –Yo. Creo que no hay diferencia entre subir el volumen o dejarlo como estaba, después de todo ya está hirviendo- afirmó Tomás mientras en un movimiento sincrónico cerca de cincuenta adolescentes, en una actitud que reflejaba desde fastidio y burla hasta desconcierto, volteaban a mirar hacia atrás para cotejar aquella blasfema opinión irreverente con un rostro.

-¿Está seguro, Aguilar?- preguntó Consuelo

-No, pero me parece de sentido común, no soy químico pero creo que la presión del agua…

Los hastiados rostros juveniles junto a sus perezosos cuerpos y cerebros se levantaron al unísono sin dejarlo terminar, se llevaban una lección sobre punto de ebullición y otra sobre la vida, la segunda les decía que opinar diferente es de pretensiosos soñadores y que a esos hay que darles bien duro, o en el mejor de sus casos no dejarlos opinar (cualquier parecido con la realidad no tuvo consecuencias para Tomás).

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-Aló, apá, siií, apá, ¿me escucha? Aló, apá, con Lina, bendición apá. Aloooó, hijueputa. ¡Ay, que desespero!, aló, apá, siií, con Lina, bendición papito. Siií, con Lina. Ah, que chimba con esta mierda. Aloooó, apá, siiií, bien papito, ¿y ustedes como están, apá? Siiií, si señor, ya sé que casi no se oye. No le escucho casi apá, ¡hable más duro! ¿Cómo?, no…, no me crea tan de malas con este trasto. ¿Aló? ¿apá? Siií, ¡ya sé!, espéreme que tras de que esta mierda no se escucha y acá hay una pichurria más boleta, habla más que un perdido cuando aparece, pere, no vaya a colgar, papito-.

-¿Le puedo pedir un favor, señor?- dirigiéndose a mí, que en ese momento repasaba mi taller sobre conocimiento de sí mismo para el grupo de preescolar. La dueña de una linda sonrisa paisa y un elegante ademán me hablaba -ay, ¿puede hablar más pasito? Es que casi no se oye-.

-Sí, apá, ya mejor, que cosa, ¡casi que no se calla esa pecueca!-.
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A Diana la conocí un día como la mejor amiga de Sandra, mi novia. No era ni bonita ni fea, ni delgada ni gorda, ni extravagante ni parca, una mujer discreta, casi etérea que hacía poco menos de un mes había entablado una relación que, como Sandra me dijo en más de una ocasión, no iba para ningún lado pero que le servía para calmar la ansiedad y gozar de algunos días de ensueño. El acompañante se llamaba Sergio, un jovencito apasionado con la revolución hecha en la divulgación de pasquines y el saboteo de sus clases de diseño con comentarios de corte político salidos de contexto.

Esa noche la pareja nos acompañó con unos tragos por invitación de mi novia, fue un encuentro muy dentro de lo común que no me dejó grandes recuerdos. Algunos días después Sandra me indicó que su amiga le había hecho saber que Sergio le había confesado conocerme de algunos años atrás en una de sus campañas revolucionarias de colegial, a mi me pareció inverosímil tanto por el sujeto como por las circunstancias

-En serio, él asegura que te conoció cuando montaban un plantón frente a un ministerio hace algunos años- insistía Sandra

-Ya te dije que jamás lo había visto, no insistas. Está mintiendo

-¡Ay, qué cosa!, que sí, que te conoce, acéptalo. Si hasta dijo que eras buena gente

-¿Lo ves? Pues por eso mismo, ¡está mintiendo! (¡Ja!, disque buena gente yo).
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-¡Que no, coño! Ya te lo dije, ¡no sé quién me envió el pinche mensaje! Se habrán equivocado, o sería mi esposo del número de alguno de sus amigos. ¿Se te olvida que soy una mujer casada?

-No, no se me olvida, tampoco que tu esposo no sabe si quiera contestar una llamada, anda, dime ¿compartimos la cama con un cuarto?

- Que idiota, las cosas que dices, todo por un mensaje equivocado de buenas noches, eres tan inmaduro (y ridículo) que me asustas.
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El sitio tenía un aire marrón y espeso que me hizo evocar fácilmente los años de la revolución vistos en las películas y en los periódicos de la hemeroteca, al poner mis pies dentro volví a los primeros años, a los puros fumados a escondidas después de ser robados del estuche del abuelo, a los besos de Doris, la púbera empleada de mi abuela, saboreados detrás de las puertas de todas las habitaciones de la casa. Ese lugar sabía a literatura y, desde luego, a danza. Mi acompañante, ufanándose de su previo conocimiento, me mostró el lugar con el orgullo propio de quien ostenta la riqueza ajena, me contó hasta donde pudo recordar la historia de todos los cuadros y máscaras puestos en las paredes y seleccionó la mejor mesa para dos, cerca a la pista, de sillas altas para no cansarnos. Pasó cerca de media hora hasta que fue ella quien se animó a invitarme a bailar, desde luego quería, me gustaba mucho pero la asertividad no es mi fuerte, fueron cinco o seis piezas en donde los ritmos latinos en todas sus variedades nos hicieron las delicias para iniciar la noche.

-Voy por unas cervezas – le dije.

Al llegar a la barra no supe reconocer con certeza si debía escandalizarme o reír, ahí estaba, del otro lado del mostrador se hacía ostensible una pelirroja de mi estatura y ojos tan rasgados y grandes como verdes; de su pecho colgaba un botón que decía –Janis-, no lo quise aceptar pero fue irreversible cuando al girar un tribal con mi nombre se asomaba en su omoplato izquierdo.

Llevaba yo un billete de diez mil en la mano, me lo rapó y le indiqué con los dedos que quería dos cervezas. ¡Mierda, cinco años de duelo tirados a la basura! Me sonrió (probablemente por no reconocerme) y me entregó las cervezas. –Quédate las vueltas- le dije mientras me alejaba presuroso. Me senté junto a mi compañera de noche –me siento un poco indispuesto, creo que te acompañaré hasta cuando quieras pero no bailaré mucho esta noche, igual puedes hacerte de muchas parejas, veo tipos que lo hacen muy bien. Ah, y de ahora en adelante siempre que queramos una cerveza vas tú por ella-.

jueves, 10 de febrero de 2011

…sobre las inefables manzanas de chocolate…

Una mirada resplandeciente y clara se podía observar enmarcada a través de los lentes de montura gruesa, recta y hecha de algún tipo de plástico marrón, -lentes de niño genio- pensé antes de fijarme con atención en el color de sus ojos. Nunca me han gustado los ojos claros, no he tenido buenas experiencias con ellos, y si hablamos de estética prefiero las pieles morenas, que por lo general vienen en conjunto con miradas oscuras. Melisa (con una “s”) era su nombre, era alta de estatura y mediana de contextura, la mujer más perspicaz que he conocido. –¿Le molesta si fumo?- me dijo por primera vez mientras parecía como si se estuviese viendo de frente reflejada en un paquete de cigarrillos recién abierto –es un espacio abierto- respondí y fingí distraerme, ella hizo lo mismo, el espacio no era grande y era la única zona verde del edificio. De alguna forma se las arregló para alejarse de mí sin entrar a arrasar con las petunias y los cartuchos, permaneció de pie a un palmo del jardín, con un cenicero en la mano y poniendo mucha atención a cada exhalación, en su boca fumar parecía un placer delicioso.

Estaba de pie en el último ladrillo mirando a la nada mientras yo seguía en la banca de madera que había ganado por llegar unos segundos antes, pasaba mis quince minutos de descanso. Aquel día la contemplé descaradamente, de arriba a abajo, de izquierda a derecha, tenía un perfil caricaturesco y con un poco de imaginación podría uno creer que efectivamente esa mujer estaba pintada en la pared blanca del fondo del patio. Era dueña de una elegancia antigua, gastada, sosa, como la de algunas trabajadoras de calle que caminan con altivez de artista aunque el frío las entumezca.

Era bella, tendría unos treinta y algo y se le notaban, pero representaba con posturas y gestos algo que iba más allá de su edad, una especie de preocupación o duelo que parecía conferirle siempre un estado de molestia -¿me le parezco o qué?-, bajé la mirada inmediatamente y me marché. Al día siguiente comprendí que mis quince minutos de descanso coincidirían con los de aquella mujer y con los de algunos tantos empleados que preferían la sala de estar al jardín por evitar el sol de la media tarde, los ocasionales gusanos y el olor a cigarrillo. Yo era el nuevo y ciertamente no me interesaba quedarme en el rotulo de tal por mucho tiempo, al tercer día le hablé, bueno, me habló, parecía algo inquieta, -exceso de café- pensé.

–Soy Melisa- me dijo –con una “ese”. ¿Y usted?-, lo primero que pensé en decirle fue –no, yo no me llamo Melisa- pero advertí que sería un comentario muy pueril para alguien de su apariencia –soy Tomás- respondí – mucho gusto, no hace mucho llegué-; -lo sé, todavía se sienta acá, en unos días no soportará el sol, ni el encierro, ni nada que tenga que ver esta parte del edificio-, me pareció un comentario exagerado pero callé, en cierta forma la mujer me intimidaba.

Nos seguimos encontrando casi todos los días con excepción del cruce de descansos que generalmente era los miércoles y los domingos; cierta vez hablamos de lo que hacíamos, ella trabajaba en la bodega de la sexta planta: alistaba materiales, pasaba tintos, halaba cables, contestaba llamadas, veía por los hijos de su jefe, entre otros; yo le expliqué que era sociólogo, que había caído allí por casualidad y palanca y que mi función, en términos generales, era llamar a las personas y programar visitas quincenales que después asignaba. No puso mucha atención a mis comentarios, lo único que me dijo fue –que mal, ustedes los psicólogos no tienen corazón-. Esa misma semana, cuando comenté mi exceso de trabajo con las visitas domiciliarias y la falta de personas competentes a mi cargo retomó lo de los psicólogos y me contó sin muchos detalles cómo se había involucrado con un médico psiquiatra en su trabajo anterior y de porque entonces decía que yo no tenía corazón, esa tarde yo no estaba de humor para explicarle que los psicólogos no son psiquiatras y que los sociólogos no somos ni lo uno ni lo otro, en algún momento advertí algo de rencor en sus palabras y preferí no ahondar en el tema del psiquiatra.

Con el tiempo noté que Melisa tenía cientos de rencores acumulados por los años, con su padre, con el psiquiatra que también era su jefe y hasta con el hombre que había abusado de su sobrina hace poco, todo esto le confería un aura tosca y ofensiva, desde que me contó lo de su sobrina no quise volver a preguntar nada referente a su vida familiar o sentimental. Discutimos más de una vez sobre política y religión, otras tantas compartimos tinto y cigarrillo generalmente mientras la lluvia nos salpicaba los zapatos. Con el tiempo sus ojos me parecieron lindos, no eran tan claros como los recordaba e iban a la perfección con su piel tersa, limpia y joven, una piel impecablemente blanca y atractiva.

Cierto día le hice saber que había estado reparando en que se le notaba más delgada, ella correspondió a esto diciendo que un dolor en la garganta le había comenzado semanas atrás y que el antibiótico, recetado por el farmaceuta del barrio, no causaba el efecto deseado, tenía también un dolor de cuello insoportable por lo que había pedido cita con un masajista, pero sus familiares la convencieron de que lo mejor era hacer un chequeo general; no la vi durante dos semanas, tiempo al cabo del cual no podía entender cómo es que había sostenido por cerca de cuatro meses una relación interpersonal con alguien a quien veía solo unos minutos al día en el mismo lugar, sin encontrarla eventualmente en una oficina, en un restaurante, en la entrada del edificio, sin teléfonos ni mensajes, solo casualidades programadas, comprendía, eso sí, que era bella y que eso había contribuido a la causa, muchos de mis prejuicios respecto a las mujeres de mirada clara se desvanecieron con las conversaciones ocasionales que sosteníamos.

Nuestro reencuentro fue rápido, no salió a fumar, -solo necesitaba un poco de aire- me dijo, y casi al instante la vi llorar, de la forma en que lo hacen las mujeres que no se quieren mostrar débiles, algunas lagrimas bajaron por sus mejillas, otras tantas se acumularon en la montura de sus lentes de niño genio, no me vio a los ojos. De alguna forma balbuceó algo sobre que le habían descubierto un cáncer y el inicio del tratamiento y se fue sin despedirse; me quedé inmóvil, apenas si hablábamos quince minutos como mucho al día y ya sabía que tenía cáncer de garganta. Me dejó un vacío en el pecho del que me costó algunas semanas desprenderme.

No la volví a ver desde entonces, había pasado casi un año y hace poco menos de dos semanas la encontré a través del cristal de la ventanilla del bus en que me desplazaba sobre la carrera séptima, caminaba distante, desprevenida, llevaba un par de cajas medianas entre ambas manos a la altura del pecho y por lo recogido de los ojos podría jurar que no era la primera vez que hacía ese recorrido, por el mismo lugar y con la misma carga; tenía pasos displicentes, alienados, tuve tiempo suficiente para observarla mientras el semáforo cambiaba, por un momento pensé que voltearía intempestivamente la cara y sentí algo de temor por eso, rápidamente elaboré un plan de emergencia donde al verme confrontado por el par de ojos añil me haría el desprevenido y parecería estar buscando un número en las plaquetas de las edificaciones de la avenida. Pareció caminar en cámara lenta a mi lado, no hice nada para llamar su atención, la dejé en paz, con su marcha cotidiana y sumisa, con el porte de quien ha tenido que pasar por mucho para pararse donde se encuentra, nada que ver con como la recordaba, con esa altivez modelada y agresiva. La vi vulnerable, triste y macilenta, podía intuirse que no la había pasado nada bien todo ese tiempo, ni ella ni quien tuvo que haberla acompañado en el karma, entonces me sentí miserable y poco compasivo al pensar en la fortuna de no haber querido pedir su número de teléfono, y de que odiara a los psicólogos, aunque nunca se hubiese metido con uno y aunque yo no fuera uno de ellos.

viernes, 17 de abril de 2009

...el jardín de los recuerdos...

Para empezar, ni Tomás debieron llamarme pues me hubiera gustado Miguel. Tengo las contradicciones puestas en los genes: un papá militar y seis semestres de una carrera de humanidades, mi madre es casi analfabeta y ambos padres de ésta son abogados de profesión, jamás me bautizaron e irónicamente tuve que ir a la iglesia cada domingo con mis abuelos casi hasta los quince. 
Soy Tomás, de la ficción de un desocupado, una ficción de catacarpio como diría él y tengo la extraña necesidad de renombrar historias ajenas.

Margarita, la dueña de una vida rutinaria y amarga, madre y esposa, la que a los dieciséis era ama de casa y a los treinta y cinco gustaba de ir al cine o al concierto de turno conmigo, sí, también de contradicciones certeras, como las mías que a los doce después de estudiar trabajaba vendiendo arepas con mi mamá en la calle y a los veinticuatro descaradamente me podía declarar como todo un mantenido.

¡Ah!, Margarita es una historia larga que sucede cuando yo tengo el descontrol de dos carreras a medias y un padre que en su generosidad de época de guerra me gira lo suficiente.

La última vez que la vi tenía una sonrisa casi desencajada y pícara, ese día extrañamente vi la muerte en sus ojos y tuve la necesidad de llorar a escondidas antes de decirle que nos veríamos mañana y que todo nos saldría bien. Sus dolores se hacían más recurrentes pero eso no le impedía intentar alegrarme el día, sus comentarios, los mismos: –¿Y si te extraño lo suficiente como para dejar todo atrás?-, decía en medio de risas, -¿Y si un día de estos Migue (Migue, casi como me hubiera gustado llamarme) se da cuenta de todo esto y quiere matarnos a ambos?-. Jamás la volví a ver y su astucia fue tan sorprendente que no dejó rastro alguno, sencillamente don Migue Medina y su esposa con sus ahora cuatro hijos se fueron a vivir lejos de la ciudad.

¡Ah!, Margarita tenía una panza enorme como de trillizos y lo único que sabíamos era que se había gestado en una de esas reconciliaciones majestuosas que solíamos tener después de una pelea que a lo sumo nos duraba tres días y que siempre tenía el mismo común denominador: que ella estuviera casada y ya tuviera tres hijos, que fuera cerca de once años mayor a mí y que aún así no solo nos amaramos furtivamente sino que me mantenía cuando los giros de –papi- no alcanzaban para mis excentricidades.

El mensaje más bello de toda mi existencia lo recibí la mañana siguiente y me anunciaba un regalo “¡Imagínate!, vamos a tener una Violeta, estoy muy emocionada y muy feliz. Te amo. Sé que será la mujer más bella del mundo (esa que siempre has soñado), delgada y altiva como nosotros, tendrá que ser toda una dama y sacar un poco de mi carácter, sí, porque acéptalo, eres todo un huraño, ja, ja, te quiero”. Ese mensaje fue el final de aquella época extraña, la que quizá deba decir fue la más feliz de mis escasos veintitantos años, no era tener dinero sin esfuerzo o sentirse amado por la mujer de algún Migue, sencillamente era este mundo de contradicciones donde mi primera hija nacía en el vientre de un frondoso matrimonio de más de diez años. 

Las cosas con ella fueron siempre de revés, nuestro primer beso tuvo lugar un día cualquiera en el sexto mes de embarazo del último hijo que tuvo antes de nuestra Violeta; todo sucedió así, velado, paradójico, esquivo, perspicaz, desde nuestras primeras citas en el parque de un barrio distante hasta el momento en el que el portero de mi edificio le decía –la señora del 201-.

¡Ah!, Margarita me envió el mensaje más bello del mundo pero después del parto todo fue distinto, quiso retomar su hogar, desde luego, con su nueva hija como motivo, la mía, la que ahora lleva el apellido de Migue y que crece junto a sus cuasi-hermanos en algún rincón del Quindío, el lugar más seguro del mundo según Margarita y en donde quizá jamás pueda llegar a hallar a ese, mi par de flores, a una Margarita que me enamoró haciéndome el hombre más intransigente del mundo y a mi Violeta, la que desde luego será la mujer más bella del mundo.