Transcurren varios de los días más nefastos para la historia de mi
país desde que estoy vivo.
Vertiginosamente nos hundimos en esta pesadilla que nos dejó el
resultado del plebiscito del 2 de octubre, poco más de cincuenta mil votos
inclinaron la balanza en favor del No. Fue el funesto adiós a la posibilidad de
empezar a construir, en paz, un país de menos guerra y más educación, de más
justicia social, porque es claro que no era más que eso: una posibilidad, pero
lo era.
Me acuso de haber creído incauto que los resultados nos serían
favorables (claro, soy un firme convencido de que el Sí era la opción que más
“nos” convenía) pues, ahora me pregunto si por fortuna, me he rodeado en el
mundo (real y virtual) de quienes a lo largo de su vida han asumido posturas
liberales, progresistas, comunitaristas.
Así, estos días he visto aflorar entre amigos y familiares
sentimientos de ira, desesperanza, frustración.
Sin lugar a dudas, la tristeza también ha invadido mis noches desde
el resultado y la sensación con el recuerdo se va pareciendo cada vez más a la
de una decepción amorosa. Nada extraño, si se piensa, el despecho es con los
compatriotas, mayoría, que votaron por la opción contraria y, aunque las
explicaciones pudieron ser muchas, gran parte de la indignación la vertimos
sobre la impotencia que genera la falta de una oposición clara, responsable y
propositiva, fenómeno que ha quedado en evidencia desde el momento mismo en que
se anunciaron los resultados definitivos.
Lo que al día de hoy tenemos es el oportunismo de algunas cabezas
que se adjudican la posición del vencedor, que dicen tener unas condiciones
inamovibles para la consecución de una paz estable y duradera, pero que a la
larga no están haciendo más que improvisar. Una semana después de los resultados
apenas salen los primeros comunicados y proposiciones concretas, muchas de las
cuales amparan la impunidad y resguardan los intereses de unas clases políticas
y sociales vinculadas a fenómenos de desplazamiento forzado, despojo de tierras
y de ejecuciones extrajudiciales, entre otros. Las mencionadas propuestas se la
juegan por desconocer la justicia de transición y condenan en el olvido nuestro
derecho de conocer la verdad de lo sucedido en los últimos años en torno al conflicto
armado; ciegan con ignorancia el justo reclamo que como población civil debemos
a los responsables de tanta atrocidad.
Mención especial merece el montón de incautos que creyó en las
vociferaciones de los vendedores de humo, que abusando de su autoridad,
credibilidad y de la buena voluntad de sus allegados, difundieron mentiras de
todo tipo logrando imponerse a través de la desinformación y el miedo. Muchos
de esos votantes, hoy como todos, ven las nefastas consecuencias de la decisión
a nivel político, social y económico; el voto se les ha hecho indefendible en
el escenario cotidiano. A mi juicio resulta difícil discutir, si se es un
ciudadano de a pie sin intereses políticos o económicos claros en la
continuidad del conflicto, con un acuerdo juicioso, mesurado y responsable como
el alcanzado.
Lo cierto es que estamos así gracias a que como masa siempre hemos
sido tal como nos lo pinta este momento de nuestra historia: mediocres y egoístas.
Aún no vuelven a sonar las trompetas de la guerra, falta poco
menos de un mes para que se levante el cese al fuego bilateral extendido y mientras
tanto las partes (que ahora son tres) juegan al ajedrez, cada una al ritmo que
más le favorezca. Curiosamente ese juego versa sobre reuniones que fraguan los
grandes politiqueros de siempre, como viejos amigos, una burla a las víctimas y
a la sociedad civil cuando esos mismos encuentros, y aquel tan sonado consenso
nacional, pudieron haberse llevado a cabo por lo menos cuatro años antes.
En las opiniones políticas diarias hay sentimientos encontrados, espaldarazos
(tal vez más internacionales que nacionales) y detractores. A mí personalmente me
cuesta imaginar en qué momento una desazón comunitaria se apoderó de nosotros
tan agudamente.
Aún así, el grueso de los nacionales, cándidos todos, esperamos
desde la saciedad de nuestras rutinas las noticias del día a día. De pronto
asistimos a una marcha acá, firmamos una petición por allá o hasta nos
atrevemos a instaurar acciones legales, pero hay que decir que muchas de estas
acciones carecen de una contundencia que vaya más allá de la emotividad. La
mayoría son una muestra de respeto y sensatez, exigen el cambio de balas por
banderas blancas y se representan en gritos de consignas en favor de un mejor
país. Hay lágrimas en asistentes y espectadores
Se vienen nuevos días de drama y cada uno de nosotros vuelve con
decepción a sus tormentos de los últimos años. Mientras tanto, la democracia
nos muestra en ejemplos de varias naciones que puede ser perfectible, con los
días surgen nuevas y mejoradas distracciones mediáticas y el universo continúa expandiéndose.
Esperemos que antes de que el daño de huracanes, elecciones de tiranos o
reformas tributarias nos alcance, se nos permita, como consecuencia de algún nuevo
suceso caótico, construir el tan anhelado posconflicto.