De lunes a sábado a las 6:00am comienza la jornada, entre taburetes, pasillos, triciclos, estandartes y canecas transcurren las doce horas más largas de la vida de Diego, todos los días son extensos y repugnantes; fétidos olores y un uniforme deslucido, es el encargado de las basuras en esta prestigiosa empresa, toda llena de doctores que ni saludan cuando le pasan por el frente; -¿por qué habríamos de hacerlo? A él se le paga por sus servicios y de seguro es un buen salario, quizá en el futuro haya que hacerle algún recorte-.
Hoy son las 5:50am, está a tiempo, se ciñe el overol y a comenzar. -¡Buenos días doña Ester!- saluda, -Martha, ¿Cómo sigue tú niña? Martha y Ester, los pisos y los tintos respectivamente, y bueno, dos de las personas con las que más comparte tiempo desde hace cerca de dos años, quizá sus más cercanas amigas, cuatro décadas más viejas y mañosas. Toma el pasillo central, es el peor, tiene retazos de todo lo que los visitantes desconsiderados dejan en su fugaz paso por la factoría más prominente en el campo de los textiles en la última década, lo leyó en Portafolio, su periódico favorito; los ilustres visitantes incluyen clientes, proveedores, excursiones colegiales, domiciliarios, entre otros. El recorrido hay que hacerlo unas tres o cuatro veces al día, cada uno dura alrededor de dos horas y después hay que llegar al aparcamiento y descargar, separar y amontonar. Es un trabajo monótono y fatigoso, que no da tiempo de ir al baño sin que el supervisor se entere, que no deja hacer vida social con nadie en las seis dependencias de la empresa ni deja reponer un poco de sueño o leer las copias para la noche; Diego decidió estudiar un buen día pero no tenía con que coger el bus, hojas de vida acá y allá lo llevaron a donde está ahora y a fuerza del horario conseguir una nocturna para estudiar ciencias sociales entre seis y once de la noche de lunes a sábado, y sí, -es una carrera improductiva en el país de los ingenieros- le han dicho, en un horario absurdo y en un lugar irrisorio, -que más da- se dice entre risas mientras avanza con su carrito recolector –más vale ser un tonto feliz que un adinerado remordido-.
Diego tiene una expresión longeva y enjuta que le hace ganar la confianza rápidamente de los viejos, en la cara muchas veces no solo se le ve la fatiga sino el desazón de tener que andar un camino tan largo para llegar donde algunos teniendo todas las oportunidades del caso jamás quisieron; es un buen trabajador y un soñador de esos que cree que al presidente más que nada se le puede derrocar con piedras, palos y pasquines antes que con armas, tan soñador que un día, saltando el conducto regular, le propuso al jefe de su supervisor un cambio de horario en su jornada para poder estudiar en una mejor universidad, el hombre, un cincuentón robusto y adinerado no tuvo reparo en reírsele en la cara –¿y usted quién es?, voy a hablar con su supervisor para que este a su pendiente por insolente- dijo entre burlas el viejo, -beneficios como esos solo se los puede dar el gerente-.
En el segundo pasillo la secretaría de recursos humanos le recordó a Lorena, su primera decepción amorosa a los dieciséis y que hoy, ocho años después, el destino tenía bien lejos; pasó presurosamente y la miró diligente, vació la caneca y siguió, no había tiempo de interrumpirla y preguntarle si ella también se llamaba Lorena o tenía una hermana con ese nombre. Como extrañaba el pasado, era un melancólico de los años que se habían ido, de cuando no se había metido en el lio universitario y menos en el uniforme de fontanero; ¡ah!, y esas experiencias con Lorena: tríos, orgias, intercambios; ¡vaya, que mujer! Díscola e indócil, experta y excelente como amante. Sin dudarlo volvería con ella- piensa en voz alta mientras vacía las ultimas canecas de la primera ronda del día; -aunque podría estar seguro de que si estuviera acá no me aceptaría con este empleo, siempre me dijo que primero la dignidad que la barriga- ¡já!, como se nota que no sabe lo que significa tener hambre, ella en París y yo acá entre cartones, plásticos y –biodegradables-, esa puta caneca es la más pestilente-.
La última vez que habló con Lorena ella le había dado la dirección y el teléfono de su nuevo domicilio en la ciudad luz, Diego lo había escrito en un pedazo arrancado del Portafolio de la primera semana de septiembre, la recordaba bella, como una mujer tan buena por fuera como por dentro, siempre, desde que se había ido y empezó a llamarlo regularmente, le ofrecía asilo y una oportunidad para trabajar, enseñarle el idioma por su cuenta y demás; él, indiferente a ratos, solo se limitaba a cambiar de tema, a preguntar cómo se encontraba y si le hacía falta algo; desde luego si a alguien le hacía falta algo era a él. A veces hasta piensa en eso como una broma, en irse pendiendo de la mano de ella y empezar de cero algo nuevo, sin embargo, no se siente tan desgraciado como para querer hacerlo –cambiar es para inseguros- se repite cuando siente que la idea le ronda mucho en la cabeza. Por lo menos las mujeres (cuando lo ven sin el uniforme) le sonríen y a Sandra fue él quien decidió cortarle, tal vez querer empezar en París sería lo último, tan solo el día que no tuviera a donde más dirigirse y quisiera cambiar su modesta y parsimoniosa vida.
Casi las nueve con cincuenta y a iniciar el segundo recorrido. La tercera caneca dentro de la oficina de asuntos jurídicos le ofrece un regalo inusitado, se trata del periódico del día, el mismo que como gratuito es de vacío, lo toma por la ultima pagina y lee: Para libra día de revelaciones, ideal para los negocios. En el amor las cosas se aclaran con su pareja. Un día de muchos cambios en lo laboral. No descarte una oportunidad en el extranjero. Numero: 3874.
-¡Seguro! Cambios en la laboral. Cambios, cambios, cambios, mínimo me van a trasladar al sótano, a lidiarme con cañerías y roedores- se dice divertido mientras deposita el diario en el fondo de la caneca para papel y cartón.
Segunda puerta del tercer pasillo y ahí está la oficina del supervisor. –Permiso- dice mientras abre la puerta y se dispone a desfilar hasta el único escritorio del recinto. El hombre tras el estandarte es un rubio con no más de treinta y cinco, de carácter débil pero actitud tosca hacia compañeros y subordinados que superaba las tediosas mañanas entre crucigramas y películas pornográficas, le gustaba estar encerrado como hasta las diez, hora que decidía abrir la puerta de la oficina y hacer garabatos sobre un papel blanco imitando la firma del gerente o las que venían en los billetes.
Diego toma la caneca, la lleva hasta el pasillo y la vacía con fuerza, de un solo sacudón, -solo papel firmado- se dice; de regreso se percata de que el hombre lee el diario y tiene los pies sobre el escritorio. –Disculpe- dice a media voz –es que quisiera consultarle algo sobre mis horas extras. Disculpe. ¡Señor! Es que quiero saber…-.
-Tenga más cuidado joven, no se le olvide con quien habla, me he enterado de sus andanzas –dice el hombre de tez amarillenta sin retirar los ojos del periódico y piensa Diego si estará leyendo el horóscopo, si será libra. –Necesito hacer una consulta- insiste Diego-. -Ahora no- vuelva en la noche- responde el supervisor. De seguro en la noche usted no estará, es solo un momento- dice Diego al tiempo que hunde la mano en el bolsillo derecho para extraer un copia arrugada de la nomina del día anterior y que era el motivo de su discordia, según sus cuentas le estaban asaltando en ochenta mil. Mire joven, ahorita no, pásese por la oficina de pagos y cobre lo que le corresponde, lo que aparece ahí es lo que se merece, yo mismo lo revisé- dijo el rubio mirando por primera vez a Diego directo a los ojos. ¿Y ese descuento por qué es? –pregunta Diego que permanecía parado impávido frente al escritorio. Ese descuento es por irreverente; es que acá las reglas van de la mano de mí regalada gana, se hace lo que yo quiero y jamás lo que usted tímida y esporádicamente sugiere y menos saltándose los conductos –me dijo el hijo de puta ese- dice Diego recordando horas después. Si no está de acuerdo pase por su liquidación.
No hace falta-, respondió Diego aireado, se dispuso entonces a dar media vuelta y a marcharse, no sin antes patear fuertemente el único mueble de la oficina del engominado supervisor. ¡Seguridad! ¡Seguridad!- profería el apelmazado rubio al tiempo que Diego tiraba la puerta de la oficina tras de sí. Prohibido pensar, prohibido sugerir y querer salir del atolladero- repetía mientras se cambiaba en los casilleros. El triciclo de recolección había quedado frente a la última oficina que visitó ese día y en donde decidió irse, ya jamás volvería a pisar los monótonos pasillos. Diego salió el sábado en la tarde, pasó por mi lado y se detuvo tranquilamente a relatarme el episodio. Hasta nunca, buena suerte –me dijo mientras estrechábamos las manos- saludes a los demás.
Diego vagó un par de calles sin saber en qué pensar, habría que empezar a buscar un nuevo empleo para costear -la carrera de vagos- como tantas veces le habían dicho respecto a la que se había aferrado. Casi llegó hasta el centro bajo el resplandeciente calor de octubre cuando se detuvo frente a un aviso que anunciaba internet, dulces, películas, pago de servicios públicos, útiles escolares y hasta pruebas de embarazo. La joven del mostrador tenía unos ojos negros brillantes y asustados que conjugaban a la perfección con esa baja estatura y lo modesto de sus movimientos, pensó en Sandra de súbito, buscó en los bolsillos y palpó algunas monedas, por un momento lamentó no haber reclamado la sórdida liquidación.
-Una llamada a París- le dijo, mientras buscaba un papel amarillento en su billetera.
-Cabina uno- responde la mujer.
Hoy son las 5:50am, está a tiempo, se ciñe el overol y a comenzar. -¡Buenos días doña Ester!- saluda, -Martha, ¿Cómo sigue tú niña? Martha y Ester, los pisos y los tintos respectivamente, y bueno, dos de las personas con las que más comparte tiempo desde hace cerca de dos años, quizá sus más cercanas amigas, cuatro décadas más viejas y mañosas. Toma el pasillo central, es el peor, tiene retazos de todo lo que los visitantes desconsiderados dejan en su fugaz paso por la factoría más prominente en el campo de los textiles en la última década, lo leyó en Portafolio, su periódico favorito; los ilustres visitantes incluyen clientes, proveedores, excursiones colegiales, domiciliarios, entre otros. El recorrido hay que hacerlo unas tres o cuatro veces al día, cada uno dura alrededor de dos horas y después hay que llegar al aparcamiento y descargar, separar y amontonar. Es un trabajo monótono y fatigoso, que no da tiempo de ir al baño sin que el supervisor se entere, que no deja hacer vida social con nadie en las seis dependencias de la empresa ni deja reponer un poco de sueño o leer las copias para la noche; Diego decidió estudiar un buen día pero no tenía con que coger el bus, hojas de vida acá y allá lo llevaron a donde está ahora y a fuerza del horario conseguir una nocturna para estudiar ciencias sociales entre seis y once de la noche de lunes a sábado, y sí, -es una carrera improductiva en el país de los ingenieros- le han dicho, en un horario absurdo y en un lugar irrisorio, -que más da- se dice entre risas mientras avanza con su carrito recolector –más vale ser un tonto feliz que un adinerado remordido-.
Diego tiene una expresión longeva y enjuta que le hace ganar la confianza rápidamente de los viejos, en la cara muchas veces no solo se le ve la fatiga sino el desazón de tener que andar un camino tan largo para llegar donde algunos teniendo todas las oportunidades del caso jamás quisieron; es un buen trabajador y un soñador de esos que cree que al presidente más que nada se le puede derrocar con piedras, palos y pasquines antes que con armas, tan soñador que un día, saltando el conducto regular, le propuso al jefe de su supervisor un cambio de horario en su jornada para poder estudiar en una mejor universidad, el hombre, un cincuentón robusto y adinerado no tuvo reparo en reírsele en la cara –¿y usted quién es?, voy a hablar con su supervisor para que este a su pendiente por insolente- dijo entre burlas el viejo, -beneficios como esos solo se los puede dar el gerente-.
En el segundo pasillo la secretaría de recursos humanos le recordó a Lorena, su primera decepción amorosa a los dieciséis y que hoy, ocho años después, el destino tenía bien lejos; pasó presurosamente y la miró diligente, vació la caneca y siguió, no había tiempo de interrumpirla y preguntarle si ella también se llamaba Lorena o tenía una hermana con ese nombre. Como extrañaba el pasado, era un melancólico de los años que se habían ido, de cuando no se había metido en el lio universitario y menos en el uniforme de fontanero; ¡ah!, y esas experiencias con Lorena: tríos, orgias, intercambios; ¡vaya, que mujer! Díscola e indócil, experta y excelente como amante. Sin dudarlo volvería con ella- piensa en voz alta mientras vacía las ultimas canecas de la primera ronda del día; -aunque podría estar seguro de que si estuviera acá no me aceptaría con este empleo, siempre me dijo que primero la dignidad que la barriga- ¡já!, como se nota que no sabe lo que significa tener hambre, ella en París y yo acá entre cartones, plásticos y –biodegradables-, esa puta caneca es la más pestilente-.
La última vez que habló con Lorena ella le había dado la dirección y el teléfono de su nuevo domicilio en la ciudad luz, Diego lo había escrito en un pedazo arrancado del Portafolio de la primera semana de septiembre, la recordaba bella, como una mujer tan buena por fuera como por dentro, siempre, desde que se había ido y empezó a llamarlo regularmente, le ofrecía asilo y una oportunidad para trabajar, enseñarle el idioma por su cuenta y demás; él, indiferente a ratos, solo se limitaba a cambiar de tema, a preguntar cómo se encontraba y si le hacía falta algo; desde luego si a alguien le hacía falta algo era a él. A veces hasta piensa en eso como una broma, en irse pendiendo de la mano de ella y empezar de cero algo nuevo, sin embargo, no se siente tan desgraciado como para querer hacerlo –cambiar es para inseguros- se repite cuando siente que la idea le ronda mucho en la cabeza. Por lo menos las mujeres (cuando lo ven sin el uniforme) le sonríen y a Sandra fue él quien decidió cortarle, tal vez querer empezar en París sería lo último, tan solo el día que no tuviera a donde más dirigirse y quisiera cambiar su modesta y parsimoniosa vida.
Casi las nueve con cincuenta y a iniciar el segundo recorrido. La tercera caneca dentro de la oficina de asuntos jurídicos le ofrece un regalo inusitado, se trata del periódico del día, el mismo que como gratuito es de vacío, lo toma por la ultima pagina y lee: Para libra día de revelaciones, ideal para los negocios. En el amor las cosas se aclaran con su pareja. Un día de muchos cambios en lo laboral. No descarte una oportunidad en el extranjero. Numero: 3874.
-¡Seguro! Cambios en la laboral. Cambios, cambios, cambios, mínimo me van a trasladar al sótano, a lidiarme con cañerías y roedores- se dice divertido mientras deposita el diario en el fondo de la caneca para papel y cartón.
Segunda puerta del tercer pasillo y ahí está la oficina del supervisor. –Permiso- dice mientras abre la puerta y se dispone a desfilar hasta el único escritorio del recinto. El hombre tras el estandarte es un rubio con no más de treinta y cinco, de carácter débil pero actitud tosca hacia compañeros y subordinados que superaba las tediosas mañanas entre crucigramas y películas pornográficas, le gustaba estar encerrado como hasta las diez, hora que decidía abrir la puerta de la oficina y hacer garabatos sobre un papel blanco imitando la firma del gerente o las que venían en los billetes.
Diego toma la caneca, la lleva hasta el pasillo y la vacía con fuerza, de un solo sacudón, -solo papel firmado- se dice; de regreso se percata de que el hombre lee el diario y tiene los pies sobre el escritorio. –Disculpe- dice a media voz –es que quisiera consultarle algo sobre mis horas extras. Disculpe. ¡Señor! Es que quiero saber…-.
-Tenga más cuidado joven, no se le olvide con quien habla, me he enterado de sus andanzas –dice el hombre de tez amarillenta sin retirar los ojos del periódico y piensa Diego si estará leyendo el horóscopo, si será libra. –Necesito hacer una consulta- insiste Diego-. -Ahora no- vuelva en la noche- responde el supervisor. De seguro en la noche usted no estará, es solo un momento- dice Diego al tiempo que hunde la mano en el bolsillo derecho para extraer un copia arrugada de la nomina del día anterior y que era el motivo de su discordia, según sus cuentas le estaban asaltando en ochenta mil. Mire joven, ahorita no, pásese por la oficina de pagos y cobre lo que le corresponde, lo que aparece ahí es lo que se merece, yo mismo lo revisé- dijo el rubio mirando por primera vez a Diego directo a los ojos. ¿Y ese descuento por qué es? –pregunta Diego que permanecía parado impávido frente al escritorio. Ese descuento es por irreverente; es que acá las reglas van de la mano de mí regalada gana, se hace lo que yo quiero y jamás lo que usted tímida y esporádicamente sugiere y menos saltándose los conductos –me dijo el hijo de puta ese- dice Diego recordando horas después. Si no está de acuerdo pase por su liquidación.
No hace falta-, respondió Diego aireado, se dispuso entonces a dar media vuelta y a marcharse, no sin antes patear fuertemente el único mueble de la oficina del engominado supervisor. ¡Seguridad! ¡Seguridad!- profería el apelmazado rubio al tiempo que Diego tiraba la puerta de la oficina tras de sí. Prohibido pensar, prohibido sugerir y querer salir del atolladero- repetía mientras se cambiaba en los casilleros. El triciclo de recolección había quedado frente a la última oficina que visitó ese día y en donde decidió irse, ya jamás volvería a pisar los monótonos pasillos. Diego salió el sábado en la tarde, pasó por mi lado y se detuvo tranquilamente a relatarme el episodio. Hasta nunca, buena suerte –me dijo mientras estrechábamos las manos- saludes a los demás.
Diego vagó un par de calles sin saber en qué pensar, habría que empezar a buscar un nuevo empleo para costear -la carrera de vagos- como tantas veces le habían dicho respecto a la que se había aferrado. Casi llegó hasta el centro bajo el resplandeciente calor de octubre cuando se detuvo frente a un aviso que anunciaba internet, dulces, películas, pago de servicios públicos, útiles escolares y hasta pruebas de embarazo. La joven del mostrador tenía unos ojos negros brillantes y asustados que conjugaban a la perfección con esa baja estatura y lo modesto de sus movimientos, pensó en Sandra de súbito, buscó en los bolsillos y palpó algunas monedas, por un momento lamentó no haber reclamado la sórdida liquidación.
-Una llamada a París- le dijo, mientras buscaba un papel amarillento en su billetera.
-Cabina uno- responde la mujer.