miércoles, 28 de octubre de 2009

...se vale llamar a París...

De lunes a sábado a las 6:00am comienza la jornada, entre taburetes, pasillos, triciclos, estandartes y canecas transcurren las doce horas más largas de la vida de Diego, todos los días son extensos y repugnantes; fétidos olores y un uniforme deslucido, es el encargado de las basuras en esta prestigiosa empresa, toda llena de doctores que ni saludan cuando le pasan por el frente; -¿por qué habríamos de hacerlo? A él se le paga por sus servicios y de seguro es un buen salario, quizá en el futuro haya que hacerle algún recorte-.
Hoy son las 5:50am, está a tiempo, se ciñe el overol y a comenzar. -¡Buenos días doña Ester!- saluda, -Martha, ¿Cómo sigue tú niña? Martha y Ester, los pisos y los tintos respectivamente, y bueno, dos de las personas con las que más comparte tiempo desde hace cerca de dos años, quizá sus más cercanas amigas, cuatro décadas más viejas y mañosas. Toma el pasillo central, es el peor, tiene retazos de todo lo que los visitantes desconsiderados dejan en su fugaz paso por la factoría más prominente en el campo de los textiles en la última década, lo leyó en Portafolio, su periódico favorito; los ilustres visitantes incluyen clientes, proveedores, excursiones colegiales, domiciliarios, entre otros. El recorrido hay que hacerlo unas tres o cuatro veces al día, cada uno dura alrededor de dos horas y después hay que llegar al aparcamiento y descargar, separar y amontonar. Es un trabajo monótono y fatigoso, que no da tiempo de ir al baño sin que el supervisor se entere, que no deja hacer vida social con nadie en las seis dependencias de la empresa ni deja reponer un poco de sueño o leer las copias para la noche; Diego decidió estudiar un buen día pero no tenía con que coger el bus, hojas de vida acá y allá lo llevaron a donde está ahora y a fuerza del horario conseguir una nocturna para estudiar ciencias sociales entre seis y once de la noche de lunes a sábado, y sí, -es una carrera improductiva en el país de los ingenieros- le han dicho, en un horario absurdo y en un lugar irrisorio, -que más da- se dice entre risas mientras avanza con su carrito recolector –más vale ser un tonto feliz que un adinerado remordido-.
Diego tiene una expresión longeva y enjuta que le hace ganar la confianza rápidamente de los viejos, en la cara muchas veces no solo se le ve la fatiga sino el desazón de tener que andar un camino tan largo para llegar donde algunos teniendo todas las oportunidades del caso jamás quisieron; es un buen trabajador y un soñador de esos que cree que al presidente más que nada se le puede derrocar con piedras, palos y pasquines antes que con armas, tan soñador que un día, saltando el conducto regular, le propuso al jefe de su supervisor un cambio de horario en su jornada para poder estudiar en una mejor universidad, el hombre, un cincuentón robusto y adinerado no tuvo reparo en reírsele en la cara –¿y usted quién es?, voy a hablar con su supervisor para que este a su pendiente por insolente- dijo entre burlas el viejo, -beneficios como esos solo se los puede dar el gerente-.
En el segundo pasillo la secretaría de recursos humanos le recordó a Lorena, su primera decepción amorosa a los dieciséis y que hoy, ocho años después, el destino tenía bien lejos; pasó presurosamente y la miró diligente, vació la caneca y siguió, no había tiempo de interrumpirla y preguntarle si ella también se llamaba Lorena o tenía una hermana con ese nombre. Como extrañaba el pasado, era un melancólico de los años que se habían ido, de cuando no se había metido en el lio universitario y menos en el uniforme de fontanero; ¡ah!, y esas experiencias con Lorena: tríos, orgias, intercambios; ¡vaya, que mujer! Díscola e indócil, experta y excelente como amante. Sin dudarlo volvería con ella- piensa en voz alta mientras vacía las ultimas canecas de la primera ronda del día; -aunque podría estar seguro de que si estuviera acá no me aceptaría con este empleo, siempre me dijo que primero la dignidad que la barriga- ¡já!, como se nota que no sabe lo que significa tener hambre, ella en París y yo acá entre cartones, plásticos y –biodegradables-, esa puta caneca es la más pestilente-.
La última vez que habló con Lorena ella le había dado la dirección y el teléfono de su nuevo domicilio en la ciudad luz, Diego lo había escrito en un pedazo arrancado del Portafolio de la primera semana de septiembre, la recordaba bella, como una mujer tan buena por fuera como por dentro, siempre, desde que se había ido y empezó a llamarlo regularmente, le ofrecía asilo y una oportunidad para trabajar, enseñarle el idioma por su cuenta y demás; él, indiferente a ratos, solo se limitaba a cambiar de tema, a preguntar cómo se encontraba y si le hacía falta algo; desde luego si a alguien le hacía falta algo era a él. A veces hasta piensa en eso como una broma, en irse pendiendo de la mano de ella y empezar de cero algo nuevo, sin embargo, no se siente tan desgraciado como para querer hacerlo –cambiar es para inseguros- se repite cuando siente que la idea le ronda mucho en la cabeza. Por lo menos las mujeres (cuando lo ven sin el uniforme) le sonríen y a Sandra fue él quien decidió cortarle, tal vez querer empezar en París sería lo último, tan solo el día que no tuviera a donde más dirigirse y quisiera cambiar su modesta y parsimoniosa vida.
Casi las nueve con cincuenta y a iniciar el segundo recorrido. La tercera caneca dentro de la oficina de asuntos jurídicos le ofrece un regalo inusitado, se trata del periódico del día, el mismo que como gratuito es de vacío, lo toma por la ultima pagina y lee: Para libra día de revelaciones, ideal para los negocios. En el amor las cosas se aclaran con su pareja. Un día de muchos cambios en lo laboral. No descarte una oportunidad en el extranjero. Numero: 3874.
-¡Seguro! Cambios en la laboral. Cambios, cambios, cambios, mínimo me van a trasladar al sótano, a lidiarme con cañerías y roedores- se dice divertido mientras deposita el diario en el fondo de la caneca para papel y cartón.
Segunda puerta del tercer pasillo y ahí está la oficina del supervisor. –Permiso- dice mientras abre la puerta y se dispone a desfilar hasta el único escritorio del recinto. El hombre tras el estandarte es un rubio con no más de treinta y cinco, de carácter débil pero actitud tosca hacia compañeros y subordinados que superaba las tediosas mañanas entre crucigramas y películas pornográficas, le gustaba estar encerrado como hasta las diez, hora que decidía abrir la puerta de la oficina y hacer garabatos sobre un papel blanco imitando la firma del gerente o las que venían en los billetes.
Diego toma la caneca, la lleva hasta el pasillo y la vacía con fuerza, de un solo sacudón, -solo papel firmado- se dice; de regreso se percata de que el hombre lee el diario y tiene los pies sobre el escritorio. –Disculpe- dice a media voz –es que quisiera consultarle algo sobre mis horas extras. Disculpe. ¡Señor! Es que quiero saber…-.
-Tenga más cuidado joven, no se le olvide con quien habla, me he enterado de sus andanzas –dice el hombre de tez amarillenta sin retirar los ojos del periódico y piensa Diego si estará leyendo el horóscopo, si será libra. –Necesito hacer una consulta- insiste Diego-. -Ahora no- vuelva en la noche- responde el supervisor. De seguro en la noche usted no estará, es solo un momento- dice Diego al tiempo que hunde la mano en el bolsillo derecho para extraer un copia arrugada de la nomina del día anterior y que era el motivo de su discordia, según sus cuentas le estaban asaltando en ochenta mil. Mire joven, ahorita no, pásese por la oficina de pagos y cobre lo que le corresponde, lo que aparece ahí es lo que se merece, yo mismo lo revisé- dijo el rubio mirando por primera vez a Diego directo a los ojos. ¿Y ese descuento por qué es? –pregunta Diego que permanecía parado impávido frente al escritorio. Ese descuento es por irreverente; es que acá las reglas van de la mano de mí regalada gana, se hace lo que yo quiero y jamás lo que usted tímida y esporádicamente sugiere y menos saltándose los conductos –me dijo el hijo de puta ese- dice Diego recordando horas después. Si no está de acuerdo pase por su liquidación.
No hace falta-, respondió Diego aireado, se dispuso entonces a dar media vuelta y a marcharse, no sin antes patear fuertemente el único mueble de la oficina del engominado supervisor. ¡Seguridad! ¡Seguridad!- profería el apelmazado rubio al tiempo que Diego tiraba la puerta de la oficina tras de sí. Prohibido pensar, prohibido sugerir y querer salir del atolladero- repetía mientras se cambiaba en los casilleros. El triciclo de recolección había quedado frente a la última oficina que visitó ese día y en donde decidió irse, ya jamás volvería a pisar los monótonos pasillos. Diego salió el sábado en la tarde, pasó por mi lado y se detuvo tranquilamente a relatarme el episodio. Hasta nunca, buena suerte –me dijo mientras estrechábamos las manos- saludes a los demás.
Diego vagó un par de calles sin saber en qué pensar, habría que empezar a buscar un nuevo empleo para costear -la carrera de vagos- como tantas veces le habían dicho respecto a la que se había aferrado. Casi llegó hasta el centro bajo el resplandeciente calor de octubre cuando se detuvo frente a un aviso que anunciaba internet, dulces, películas, pago de servicios públicos, útiles escolares y hasta pruebas de embarazo. La joven del mostrador tenía unos ojos negros brillantes y asustados que conjugaban a la perfección con esa baja estatura y lo modesto de sus movimientos, pensó en Sandra de súbito, buscó en los bolsillos y palpó algunas monedas, por un momento lamentó no haber reclamado la sórdida liquidación.
-Una llamada a París- le dijo, mientras buscaba un papel amarillento en su billetera.
-Cabina uno- responde la mujer.

jueves, 8 de octubre de 2009

...de zarpazos y balazos…

En su bolsillo no había más que tres monedas y un chocolate que favorecido por el inclemente clima aún conservaba su forma original, al menos eso anunciaba el contacto minucioso y pendenciero de su mano derecha que de principio quiso hallar algo que más que los escuetos y devaluados metales. La noche había sido rauda y habitual, fugaz entre amarettos y cervezas importadas de extraños colores, texturas y recipientes, había transcurrido de prisa junto al olor del cabello de Viviana y sus tan esquivas como sutiles muestras de afecto. Hacia frio y en la avenida nada más uno que otro carro anunciaba el arribo presuroso de la madrugada en una ciudad que no tomaba mucho en desperezarse. Cerca de dos horas caminando no se hacían un problema, al menos había quedado como un galán con ella, como casi siempre, la había recogido y habían caminado <> unos diez minutos hasta el bar de Blasto, un amigo de ambos que se regocijaba en las venturosas noches de viernes duplicando el precio de todos los licores. Dos amarettos para empezar, era el trago favorito de Viviana, fuertes y en seco, como les gustaba a ambos, ella un tanto más divertida que de costumbre atinaba entonces a acariciar su mano y juguetear con sus uñas en medio los lánguidos dedos de su acompañante, un proceder casi rutinario después del primer trago en ella, en seguida él acechaba hablándole cerca, diciéndole lo bien que se veía como en cada ocasión y aventando cuanta palabra de amor la vida le había dado la oportunidad de detenerse a recoger de telenovelas, libros o familiares; ella en cambio, esquiva como siempre le desviaba la mirada y tan solo parecía centrar su atención en él a sorbos secos como los del amaretto para contemplar de frente esa piel morena y curtida que le hablaba de paraísos y exclusividades. Así se iban las citas, entre zarpazos en busca de besos, caricias de acá y jugueteos de allá, entonces pasaban las horas después de la media noche y la gente abandonaba, ellos, amigos del dueño, lo hacían al final para abordar un taxi, Daniel pretextaba no llevar uno de sus dos carros porque con ella prefería beber que manejar. El ritual de despedida era el mismo entonces, llegar a la casa de Viviana, esperar que descendiera y entrara para pedir al taxista que lo dejara en la siguiente esquina y empezar a andar. Como en otras ocasiones, Daniel había gastado lo de la quincena en tragos finos y sutilezas despectivas, con una doncella fluorescente que lo mismo podía saber de cómo convertir la paja en oro que de lo que significaba vivir ciento cincuenta cuadras al sur de su domicilio. Se habían conocido en el bar de Blasto, ella siendo una princesa acomodada y el pasándose por príncipe con la complicidad del dueño del establecimiento, los jueves de poesía fueron la excusa en un principio, después los viernes de música en vivo, así se fueron dando las cosas.
Llevaba tiempo caminando, serían las cinco calculó; por suerte se trataba de una zona segura y pronto llegaría a la única avenida con servicio público en todo el norte de la ciudad, allí tendría que esperar cerca de media hora y al fin los mil doscientos pesos del bolsillo derecho le serian más que útiles, cerca de cuatro horas después de descender del taxi estaría en su casa, dormiría un rato, se ducharía y a trabajar, pero mientras todo esto pasaba habría que seguir caminando.
-Calle noventa- se dijo entre dientes al contemplar el centro comercial de paredes azules a su derecha, siempre había creído que allí en verdad comenzaba la ciudad y que ir más allá requería hacerse con un equipaje corto que por lo menos supliera las necesidades alimenticias. Al cabo de cinco minutos estaría en la ochenta, sacó entonces el chocolate y lo digirió a dos bocados, lo había comprado para Viviana pero esa noche se arrepintió de dárselo después de que esta hiciera un comentario en tono burlesco acerca de los vendedores de dulces en los buses.
Su paso era pausado y adolorido, palidecía y tenía unas grandes ojeras, era algo natural con una noche de trasnocho, se le notaba lo farreado; al contemplarlo de frente daba la impresión de ser un enfermo terminal, de seguro por eso la poca gente que llegó a cruzar en el camino le esquivó la mirada al pasarle cerca; tan solo un par de hombres si se atrevieron a verle a los ojos, le descubrieron el cansancio abalanzándosele de forma estrepitosa y sagaz, -la plata o te morís- dijo uno de ellos, sujetándolo por el brazo mientras el otro le irrumpía con un arma de fuego en el pecho –me muero, ya no importa- dijo en medio broma y algo adormecido, el cansancio hacia su efecto y no fue consciente de la situación hasta percatarse del arma que empuñaba el mas alto. Todo fue rápido, Daniel sacó las únicas tres monedas que lo acompañaban y se las dio a quien lo sujetaba, eran grandes y grotescos de aspecto y estaban vestidos con el uniforme de alguna de las empresas de servicios públicos de la ciudad, quien le recibió el dinero cogió las monedas y se las tiró en la cara, en seguida de una zancadilla Daniel estuvo en el piso donde comenzaron a patearle el rostro y el abdomen en la desolada acera. Los carros pasaban por el lugar a mas de cien y de seguro los que vieron la escena también vieron el arma en la mano derecha de uno de ellos.
– ¿No más?- dijo el único que había hablado hasta entonces- esto no vale ni los golpes en su hijueputa cara-. Ahora vamos a irnos y acá no pasó nada, no nos quiera mirar o se lleva su pepazo, si nos sigue, si le dice a alguien, si grita, si respira, si piensa me devuelvo y me lo llevo cabrón.
Todo esto lo decía el hombre que de principio lo sujetó, el otro, algo parco y retraído solo miraba y sostenía el arma indiferente, con al cañón hacia el suelo, desde luego había participado en la golpiza pero no pronunció ninguna palabra. Quien estaba sobre Daniel se levantó presto y ambos empezaron a caminar hacia el norte apresuradamente, casi corriendo. Daniel, aturdido y sin poder ver muy bien por la sangre que le caía en los ojos en cuanto los sintió lejos se quiso poner de pie, aún no se había incorporado totalmente cuando a través de sus ojos lagrimosos percibió una mancha oscura y amenazante, una sombra que en un parpadeo no estuvo más, fue entonces cuando sintió el abrazo desde la espalda y una voz grave que al oído derecho le decía –¿le dije o no, gomelo? A mí no me gusta repetir-. Lo que pasó después sonó en seco y no tuvo testigos, fue certero como los amarettos o las miradas displicentes de Viviana, un solo estruendo que se hizo perforación en la espalda de Daniel. Después de que el sujeto saliera corriendo Daniel empezó a caminar para buscar ayuda, se lanzó a los carros de la autopista y ninguno se paró a su señal, dio unos cuantos trancos y se desplomó, fue ahí cuando alguien se detuvo a auxiliarlo.
El balazo según dijeron los médicos ingresó por la zona medular y quedó alojado a la altura de la decima vertebra dorsal. Daniel tuvo una cirugía de cuatro horas en la que le extrajeron la bala y estuvo en el hospital diez, veinte o mil quinientos días, no lo sabe pero fueron eternos, en estos no hizo más que esperar alguna reacción en sus piernas, la reacción, al igual que alguna señal de vida de parte de Viviana, nunca llegó.
Daniel ya no trabaja y ahora depende de su madre para casi todo, llora todas las noches cuando cree que los demás duermen y pide a Dios que acabe pronto con su vida después de blasfemarle y cuestionarle por su suerte.
Para Viviana Daniel no existe más desde esa noche en que lo despidió al descender del taxi, Blasto le informó de la situación de su acompañante ocasional y solo se lamentó lastimeramente, se lamentó mas por enterarse que Daniel tenía tres estratos menos que ella y por saber que en verdad no era jefe de asuntos jurídicos sino secretario de dicha oficina que por su invalides, le dolió más sentirse engañada; ya no habrían con él más quincenas despilfarradas ni amarettos, ahora sus bolsillos estarían de seguro demasiado rotos y ni con ellos, ni con sus piernas ornamentales o sus promesas paradisiacas compraría siquiera un tanto de todo ese amor negligente que ella tenía por ofrecer.