domingo, 18 de marzo de 2012

…anonimatos…

…Tengo que hacer un escrito que contenga una hipótesis sostenible, deducciones, evidencias y conclusiones en menos de doscientas palabras. Sí, mi profesor de inglés es un tanto optimista, de cualquier forma lo haré más tarde, por ahora, y antes de volver con las hipótesis, me quedo con las sandeces y las simplezas de este blog que cada vez está más sucio y abandonado…


-Tomás, no está bien que veas conversaciones ajenas- me dijo al tiempo que advertía que el foco de mis ojos se desprendía por un momento del contacto con los suyos y se deslizaba etéreamente por la boca resplandeciente de la mujer sentada tres mesas adelante. -Es una costumbre apática que, bien sabes, no te ha traído más que problemas– continuó diciendo -aún me veo llevándote comida a la estación policial la última vez que tu maña fue percatada por los tipos de esa mesa en el juego de póker– concluyó.

La mujer que estaba a tres mesas era una mulata grande y afanosa, supuse que sería de algún municipio del Caribe de donde he conocido a muchas como ella, con esa alegría eterna y sensual. Sentada mostraba un cuerpo robusto de brazos y espalda ancha, que probablemente combinaban tan bien con un abdomen pronunciado como con esa sonrisa nívea. Tenía los ojos oscuros, grandes y brillantes, y unos pómulos brotados que le daban ciertas facciones de indígena.

-¿La ves?, está justo detrás de ti y acaba de decir “nunca he estado más asustada en mi vida”- le dije al rostro de Camila que por mi imprudencia recién se había enfurecido y ahora desviaba la mirada. -Si hay algo difícil de saber cuándo intentas leer los labios de las personas es cómo se llaman- continué diciendo -puedes pasar horas y horas en el bus, un bar, el parque o la biblioteca y las personas difícilmente dirán su propio nombre-.

-A mí eso me tiene sin cuidado, ya te he dicho que no está bien que lo hagas- me recriminó de nuevo el rostro enfurecido y ahora recién ruborizado.

-Lo cierto, te interese o no, es que él tiene por lo menos el doble de su edad y ella aún no llega a los veinticinco, lo cierto es que vivieron en el idilio por cerca de seis meses y después, como raro, ella empezó a creer que algo no andaba bien. Nuestra amiga se sospecha que su galán le ha contagiado alguna enfermedad– le dije buscando más que un tanto de rubor en su ira -lo cierto, después de todo, mi querida Camila, es que no merece la pena seguir leyendo en los labios ese dolor porque quizá se nos contagia- terminé diciendo mientras advertía lo triste que resultaba la historia de la morena y lo imprudente de mi costumbre.

 –Tú me lo acabas de contagiar, imbécil, ahora ni siquiera quiero ver su rostro, vamos a esperar a que se vaya- me dijo al tiempo que para sorpresa mía había desviado su estallido de ira contra lo arraigado de mi maña a los actos de él, de un él de quién no sabíamos nada y del que solo la interlocutora de la joven hubiese podido darnos razón en ese instante-.

Como en otras ocasiones, con ese tono solemne y el aire filosófico que siempre ponía en sus modismos, muletillas y frases de cajón, a los pocos minutos relacionó lo que le había contado con un pasaje de su vida o de la de quienes conocía. Comenzó hablándome de la suya, de la necesidad de prescindir de la inocencia para que no sucedieran engaños como el que hubo contra la mulata. Me aseguró, no sin antes cerciorarse de que me había convencido de lo de los engaños, que hay vidas que están marcadas por ciertos nombres, y me contó la historia de Leonardo y Johan, amigos suyos de la universidad que se habían conocido de niños y se habían hecho pareja a los trece siendo la más estable que ella hubiese llegado a conocer. Me habló de esa Carolina amiga suya que siempre se había involucrado con hombres que se llamaban David y ya sumaba más de seis.

Ese rostro, ahora tranquilo y pálido, me contó que algunos años atrás, antes de que nos conociéramos, la habían cambiado por alguien que para ella no significaba ni una digna competencia, y que eso le había dolido más. Ella, tan delgada, bonita, emprendedora y en otrora excluyente, un día fue cambiada por una más gordita y andariega, una morena con facciones indias que la superaba al parecer en experiencia porque aún en edad ella seguía siendo mayor.

Nos olvidamos de la mulata y así como llegó se marchó entre un gimoteo lastimero y el consuelo odioso de su amiga del que no fuimos testigos. Pedimos la cuenta y nos retiramos.

Al dirigirnos al parqueadero continuó con el tema. –No obstante me siento tranquila, por muy triste y vacía que haya sido mi vida- opinión con la que yo en nada estaba de acuerdo -al menos seguí siendo una mujer sana y salva, a quién no le han amenazado ese tipo de catástrofes autodestructivas como la de la mulata del restaurante. No llegué a ser la bacterióloga más famosa del instituto ni a dirigirlo, quizá sea una mujer a la que nadie más que tú recordarás, pero espero ser una mujer salva y tranquila, ciertamente es mucho más de lo que se podrá decir de todas esas estrellas que por estos días han muerto en medio de la opulencia, el consumo y la soledad-.

Camila no había tenido una vida muy complicada aunque creyese que cada pérdida cotidiana de la infancia había generado en ella un obstáculo irreparable, sin embargo, historias como la de la mujer del restaurante cocían en ella ese tipo de reflexiones sobre los placeres sencillos por las que yo tanto disfrutaba de su compañía.