domingo, 31 de enero de 2010

…para mí la poesía, para ti las ecuaciones…


-Querido niño dios, para esta navidad lo único que quiero es una barbie de la última colección, espero que este año si me la puedas regalar. Quiero la barbie que sabe hacer felación, no importa si mide dos metros o uno y medio, sabes que en esos detalles no me fijo mucho, aunque claro, me gustan más las morenas. Muchas gracias, querido niño Dios-.

Corta y sencilla era por quinta vez en veintidós años mi carta al niño dios del último diciembre; era fácil de redactar y ciertamente no exigía mucho, tan solo una muñeca como lo haría cualquier niña saturada de comerciales y ostentosas vitrinas con los juguetes de moda: barbies para todos los gustos, las hay que cocinan, que lavan, que planchan, que cosen, que hacen trabajos de grado –siga, siga, hay una para usted-. Fue un diciembre atiborrado de cotidianidad, que me mantuvo sumergido entre copias, parciales y platos, y del que por suerte salí vivo, pienso que lo único que me conservó cuerdo fue la idea de obtener la anhelada muñeca que, por supuesto, ese año tampoco llegó envuelta en papel de regalo y con un complicado moño de cinta verde.

Al diciembre azaroso y triste le siguió un enero majestuoso, soleado como muchos pero caluroso como ninguno, los abuelos lo notaron y empezaron a pronosticar el fin del mundo dado que en los días de las cabañuelas el cielo estuvo más despejado que siempre y ninguna gota de lluvia se le escapó a San Pedro ni por desliz.

El calor en muchos sitios se hizo insoportable y la densidad del agua de las piscinas aumentó dado que casi todo el tiempo estaban colmadas, los ríos tenían el cauce bajo y los animales, que mas parecían pintados en un cuadro de hiperrealismo, se mostraban macilentos. Se decía que en algunos lugares los hombres estaban muriendo de deshidratación y las mujeres iban perdiendo sus curvas a raíz de la sequía, los cultivos se perdían y casi todo el mundo padecía algún malestar que tenía que ver con el inclemente sol.

Por los días de la inclemencia a Juan le aquejó el dolor de estomago de manera más aguda, era una enfermedad rara de la que nadie había querido dar razón y con la que ya se había acostumbrado a vivir, entre disenterías, vómitos, fiebres y malestares había perdido tres años de su juventud a la buena fortuna de cientos de médicos que le daban diagnósticos distintos y remedios contradictorios, por entonces los cólicos se hicieron tan fuertes que se revolcaba en las noches y no había forma de controlarlo, se desesperaba y gritaba con una suerte de bramidos que nos desvelaban a todos en el acto. De algún lugar del vecindario llegó a nuestros oídos el rumor de la existencia de un medico tan efectivo que no cobraba hasta no curar completamente, una especie de chaman del que no se tenía queja, al día siguiente, después de una noche insoportable tanto para Juan como para nosotros, me aventuré con él en la búsqueda del especialista.

Querer llegar a la casa del maestro implicaba conocer ávidamente la provincia del Bajo Magdalena, por suerte, tanto a Juan como a mí, la infancia nos sonrió en medio de estas selvas de las que se decía que en otras épocas emergían panteras, guacamayas, indígenas, guacas y toda suerte de artefactos y seres. Así, entre trapiches eléctricos y cañaverales llegamos a su residencia, tan humilde como recóndita, de la que se dice hace parte de un gran jardín mítico con una amplia gama de flores y semillas para todos los aturdimientos.

–Buenos días- saludamos a las cuatro mujeres aparcadas en el recibidor –estamos buscando a Miguel- una de ellas, la que parecía ser la dueña de casa y que tenía una presencia imponente, nos invitó a seguir y a esperar junto a ellas –enseguida viene, se estaban tardando- concluyó.

El maestro es casero y paternal, sencillo en la forma y en el hablar, parece un campesino más: alpargatas, pantalón gastado y camisa; tiene los ojos rojos y la pupila turbia como bien me había advertido mi abuelo sobre quienes abusaban de los rezos; es un hombre que parece no tener más de sesenta años y tiene ademanes cansados, como si la fatiga de las caudalosas visitas lo cansara más que la producción de panela. Antes de atendernos pasó por el lado mirándonos de reojo al tiempo que sostenía una conversación con un rubio de mediana estatura que respondía con monosílabas a los planteamientos del maestro sobre cosechas, colectas y sembrados. Poco después nos saluda efusivamente advirtiéndonos de la presencia de tres mujeres antes que nosotros, y que por tanto, debemos esperar, la consulta con ellas la hace delante nuestro, todo gira en torno a la menor, una niña con cerca de doce años que parece tener problemas en la piel de manera muy pronunciada y conflictiva: ampollas en la cara, brazos y torso. Su madre y abuela, las acompañantes, reportan padecer algo semejante pero no en la proporción de la infante, según relatan llevan un día viajando desde la ciudad y se encuentran muy cansadas.

Después de escucharlas el maestro les ofrece algo de tomar y le dice a su esposa, la que tenía aspecto de matrona, que nos traiga un tinto; prosigue interrogando, lo hace sobre hábitos alimenticios, lugar de vivienda, antecedentes, entre otros, todo con el rigor de una consulta médica, habla de plano y sin tecnicismos, finalmente emite un concepto que resulta ser un poco confuso para todos, habla de la sangre y de la forma como fluye por todos los seres vivos, les dice a las tres mujeres que deben tomarse una infusión que incluye frutas, verduras, condimentos y licor por cinco días y en ayunas, también invita a la niña a seguir a su habitación para hacerle un rezo, no se demora mucho, es un procedimiento fugaz que de seguro incluye algunas palabras cortas, efectivas y milenarias contra las maldiciones.

Con Juan, al igual que con la otra consulta, todo se habla de entrada y en frente de todos, le pide una referencia a los síntomas y Juan se extiende mas allá de los cólicos insoportables de enero para hacer referencia a teorías sobre cómo pudo haberle comenzado el padecimiento y sobre lo mucho que había sufrido por tres años con el mismo. El maestro medita un poco sobre lo que cuenta Juan y le advierte que puede ser un maleficio, es entonces cuando nos habla de sus múltiples viajes al extranjero y sobre todo el prestigio que tiene en Latinoamérica, nos relata historias personales sobre viajes a Perú, Bolivia y Venezuela y de cómo en esos lugares, con tanta o más malicia que en nuestro territorio, las mujeres dan a sus esposos o a las amantes de los mismos bebedizos de uñas, sangre, animales o tierra de difunto, de cómo se contratan hechiceros para que una persona muera lentamente de un cáncer intratable o de sed; nos habla de la mujer a la que desde lejos y con muchos maleficios le fabricaron una lagartija, y que en una noche bajo su tratamiento, con mucho dolor tuvo que parir para curarse como si se tratara de un niño. Nos cuenta la historia del niño al que en un lugar del Amazonas le fabricaron una tarántula en el pecho y de cómo él mismo, uno de los curanderos más grandes del sur del continente, tuvo que hacerle la cirugía de extracción con un machete.

El maestro invita a Juan a su habitación para descartar cualquier irrupción de hechicería, según me contó el mismo Juan poco después, se trató de un par de golpes en las rodillas y en la mandíbula del paciente que propiciaba con los nudillos de su mano izquierda, después un rezo musitado y nuevo a la sala de estar. La esposa conoce tanto o más y que él sobre pócimas y lo interrumpe de vez en vez mientras este divagaba sobre si los frutos selváticos del té para Juan deberían estar verdes o maduros, por último, y recordando un caso semejante que trataron hace cerca de treinta años, acuerdan que sean verdes.

Finalmente el maestro dice que es todo, les dice a las mujeres que se pueden ir y que no le deben nada pero que sean cuidadosas con la pócima, a nosotros nos cobra diez mil y nos dice que siempre que queramos ir somos bienvenidos, que se atreve a curar el cáncer, la soledad, la indigestión, la locura o cualquier otro mal mayor generado por un hechicero, -hechiceros hay bastantes y le hacen mucho mal a la gente, los curanderos somos pocos y nos encargamos de hacer todo tipo de acciones en función de la humanidad, solo hay que tener un poco de fe- nos dice ese espíritu supremo detrás de la facha de campesino fatigado y sudoroso. -Es hora de que se vayan- nos advierte- está por llegar una mujer que viene desde muy lejos buscándome.

Nos despedimos después que cancelar la consulta y empezamos a andar de regreso entre carreteras, ríos y caminos, al cabo de media hora de ruta nos cruzamos con una rubia regordeta y brillante que nos preguntó dónde quedaba la casa de Miguel, le dimos las instrucciones y seguimos caminando aún conmocionados con el principio vivo de esas realidades paralelas donde alguien se atreve a contradecir a la ciencia y asegura curar cualquier cosa con la sabiduría de la selva y un poco de fe por parte del paciente, donde lo que importa es hacer el bien a la humanidad y en donde los ángeles se visten de campesinos y se encargan de regar la paz desde los más apartados parajes.

De este lado del mundo el maestro tiene un adepto más que le hace publicidad en lo virtual y que puede asegurar que vio a Juan curarse después de visitar cientos de médicos para sus cólicos insoportables.

-Querido niño Dios, para el próximo diciembre no voy a pedir la barbie que sabe hacer felación, lo único que quiero es un tanto de sosiego y un buen camino para no caer en el paso de algún desaforado que me quiera ver pariendo sapos o que me quiera sacar tarántulas del pecho. Gracias, querido niño dios-.

miércoles, 20 de enero de 2010

...infortunios para cien...

Logré conciliar el sueño próximo a la una de la madrugada después de despedirme de ella en el chat y acostarme de inmediato pasadas las doce, tuve un sueño profundo y sin interferencias.

Todo comenzó cuando llegó a mi trabajo en el restaurante Andrés, un viejo compañero de colegio que solía amañarme con su buen humor y unas historias tan cotidianas como bien contadas, al principio fingió no reconocerme, le ofrecía el menú y no me miraba, finalmente me saludó displicente y se fue no muy lejos a festejar un reencuentro escolar, desde mi ubicación pude reconocer a muchas de las caras que acompañaron mi juventud: Angélica, María Fernanda, Camilo, entre otros.

Yo los miraba desde lejos festejar y abrasarse mientras continuaba con mis labores de mesero, me dedicaba a repasar unos cubiertos cuando se acercó de nuevo Andrés y me dijo que no había estudiado después del colegio a lo que su madre, que de algún lugar había salido, correspondió diciendo que no era necesario porque por cada carro que vendía se ganaba tres de los mismos. Enseguida mi compañero tomó en sus manos el tarro de detergente que yo tenía listo sobre el mesón para limpiar mas tarde y me dijo: -Se cómo sacar un hombre negrito de acá-, lo destapó sin titubeos y lo hizo. A decir verdad no era del todo un hombre, parecía más bien un grillo con extremidades humanas y coraza marrón que comenzó a dar estrepitosos saltos sobre las rodillas de todos: de él, de Ella (que de algún lugar había salido), y claro, sobre las mías.

El primer contacto sobre mis rodillas fue seco y doloroso, no pude evitar quejarme, me dolió tanto que cuando lo vi aproximarse por segunda vez estrellé sobre su pequeña fisionomía lo que quedaba del tarro de detergente que Andrés había dejado sobre el mesón, fue una mala valentía, tan pronto lo hice, al mejor estilo de las películas, el grillo se pudo transformar en lo que parecía ser un pájaro que nos doblaba en tamaño, un alado sin plumas y con grandes dientes que comenzó a revolotear por todo el lugar, en ese momento la plaza había quedado vacía, tan solo la habitábamos los tres y así el pajarraco volaba a sus anchas hasta que lo vimos escapar por una de las ventanas, corrimos a ver hacia donde se dirigía, volaba alto, como a cinco pisos y no era el único, lo acompañaban dos más.

–Son todos alcaravanes- murmuré –le sacan los ojos a la gente-, entonces los tres alcaravanes dantescos entraron por una de las ventanas del billar y desde allí todo fue gritos desesperados.

Quisimos guarecernos antes que de salieran por nuestros ojos pero todos los caminos estaban sembrados de minas, por donde se quisiera ir habían cientos, como los cuadros de un ajedrez, restringiendo todos nuestros movimientos, empezamos a andar esquivando los caminos, trepando a las rocas, los alcaravanes estaban cerca y en un intento de desesperación por no dejarse alcanzar nuestro compañero se echó al camino inmolándose en el acto.

Así estuvimos varios días con sus noches, tomando el agua de la lluvia y sin detenernos, cuidándonos de no dejarnos ver por los pájaros que cada vez parecían volar más bajo, después de una gran travesía logramos llegar a lo que parecía ser otra ciudad, un corrillo de edificios grises y polvorientos de donde las personas parecía que no habían podido salir en mucho tiempo, accedimos a uno después de mucho rodearlo por el temor a las minas, parecía un hospital, tenia cientos de corredores amplios y puertas cerradas, todo sin luz. Al final conseguimos una escalera y llegamos a la tercera planta, allí a una de las habitaciones se le adivinaba un foco encendido y una sombra, al parecer masculina, se paseaba impaciente al otro lado del vidrio martillado que componía la mitad superior de la puerta, había un letrero escrito en tinta negra y sobre una hoja de cuaderno suelta que pendía del cerrojo: “Se cumple su sueño en 12 minutos por $3000 pesos”.

Ella se revisaba los bolsillos al arribo de las escasas monedas que recordaba tener.
–No entres- le dije.
–Tengo que- me respondió al tiempo que me daba la espalda- es mi sueño, no el tuyo.
–Te quiero-.
–Tú a mí- respondió ella.

El teléfono sonó estridente antes de que alcanzara a salir a las calles a esperar que los alcaravanes me sacaran los ojos.

-Juan Pablo, llamando- leía en medio de la conmoción sin saber en realidad en donde estaba, al lado del nombre unos números: –Mierda, las diez, debería estar entrando a trabajar.