Una de mis primeras novias solía decir que yo escribía
horrible, que me faltaba estilo, pero sobre todo estética. Tendrá razón hasta
el fin de los tiempos.
Me acostumbro a caer
en falsas modestias, a expresarme con ironía, a tener reflexiones absurdas
sobre vicios que consumo y que me corroen. Últimamente caigo en torpes
seguridades y en mil frustraciones relacionadas con la soledad, esa bella
experiencia que conjura la independencia.
Algunos dicen que
felicidad es recordar los momentos que ya no están, en este caso las visitas
furtivas, los mensajes cifrados, escapar de la oficina, discusiones paradigmáticas,
que las manos se tomen, un plan conjunto, los sentimientos y los resentimientos.
Supongo que felicidad
también es tomar una decisión de todo o nada, donde el todo son tus hermanos y
la nada la incertidumbre.
Hay soledades con
nombres propios, en este caso soledad es María Belén antes de la media noche,
es ese momento en que ella se baja del taxi y en el que reconozco que cuando la
vuelva a ver ya no va a ser como antes. Soledad es esa promesa de vernos al día
siguiente por última vez un par de horas antes del vuelo y es robar ese último
beso de su boca antes de que descienda.
Soledad es ir el
resto del trayecto taciturno y reconocer en el retrovisor que el taxista
también se acongoja con esa falsa promesa.
Soledad es que de
manera tan diplomática ella salga de tu vida.