jueves, 10 de febrero de 2011

…sobre las inefables manzanas de chocolate…

Una mirada resplandeciente y clara se podía observar enmarcada a través de los lentes de montura gruesa, recta y hecha de algún tipo de plástico marrón, -lentes de niño genio- pensé antes de fijarme con atención en el color de sus ojos. Nunca me han gustado los ojos claros, no he tenido buenas experiencias con ellos, y si hablamos de estética prefiero las pieles morenas, que por lo general vienen en conjunto con miradas oscuras. Melisa (con una “s”) era su nombre, era alta de estatura y mediana de contextura, la mujer más perspicaz que he conocido. –¿Le molesta si fumo?- me dijo por primera vez mientras parecía como si se estuviese viendo de frente reflejada en un paquete de cigarrillos recién abierto –es un espacio abierto- respondí y fingí distraerme, ella hizo lo mismo, el espacio no era grande y era la única zona verde del edificio. De alguna forma se las arregló para alejarse de mí sin entrar a arrasar con las petunias y los cartuchos, permaneció de pie a un palmo del jardín, con un cenicero en la mano y poniendo mucha atención a cada exhalación, en su boca fumar parecía un placer delicioso.

Estaba de pie en el último ladrillo mirando a la nada mientras yo seguía en la banca de madera que había ganado por llegar unos segundos antes, pasaba mis quince minutos de descanso. Aquel día la contemplé descaradamente, de arriba a abajo, de izquierda a derecha, tenía un perfil caricaturesco y con un poco de imaginación podría uno creer que efectivamente esa mujer estaba pintada en la pared blanca del fondo del patio. Era dueña de una elegancia antigua, gastada, sosa, como la de algunas trabajadoras de calle que caminan con altivez de artista aunque el frío las entumezca.

Era bella, tendría unos treinta y algo y se le notaban, pero representaba con posturas y gestos algo que iba más allá de su edad, una especie de preocupación o duelo que parecía conferirle siempre un estado de molestia -¿me le parezco o qué?-, bajé la mirada inmediatamente y me marché. Al día siguiente comprendí que mis quince minutos de descanso coincidirían con los de aquella mujer y con los de algunos tantos empleados que preferían la sala de estar al jardín por evitar el sol de la media tarde, los ocasionales gusanos y el olor a cigarrillo. Yo era el nuevo y ciertamente no me interesaba quedarme en el rotulo de tal por mucho tiempo, al tercer día le hablé, bueno, me habló, parecía algo inquieta, -exceso de café- pensé.

–Soy Melisa- me dijo –con una “ese”. ¿Y usted?-, lo primero que pensé en decirle fue –no, yo no me llamo Melisa- pero advertí que sería un comentario muy pueril para alguien de su apariencia –soy Tomás- respondí – mucho gusto, no hace mucho llegué-; -lo sé, todavía se sienta acá, en unos días no soportará el sol, ni el encierro, ni nada que tenga que ver esta parte del edificio-, me pareció un comentario exagerado pero callé, en cierta forma la mujer me intimidaba.

Nos seguimos encontrando casi todos los días con excepción del cruce de descansos que generalmente era los miércoles y los domingos; cierta vez hablamos de lo que hacíamos, ella trabajaba en la bodega de la sexta planta: alistaba materiales, pasaba tintos, halaba cables, contestaba llamadas, veía por los hijos de su jefe, entre otros; yo le expliqué que era sociólogo, que había caído allí por casualidad y palanca y que mi función, en términos generales, era llamar a las personas y programar visitas quincenales que después asignaba. No puso mucha atención a mis comentarios, lo único que me dijo fue –que mal, ustedes los psicólogos no tienen corazón-. Esa misma semana, cuando comenté mi exceso de trabajo con las visitas domiciliarias y la falta de personas competentes a mi cargo retomó lo de los psicólogos y me contó sin muchos detalles cómo se había involucrado con un médico psiquiatra en su trabajo anterior y de porque entonces decía que yo no tenía corazón, esa tarde yo no estaba de humor para explicarle que los psicólogos no son psiquiatras y que los sociólogos no somos ni lo uno ni lo otro, en algún momento advertí algo de rencor en sus palabras y preferí no ahondar en el tema del psiquiatra.

Con el tiempo noté que Melisa tenía cientos de rencores acumulados por los años, con su padre, con el psiquiatra que también era su jefe y hasta con el hombre que había abusado de su sobrina hace poco, todo esto le confería un aura tosca y ofensiva, desde que me contó lo de su sobrina no quise volver a preguntar nada referente a su vida familiar o sentimental. Discutimos más de una vez sobre política y religión, otras tantas compartimos tinto y cigarrillo generalmente mientras la lluvia nos salpicaba los zapatos. Con el tiempo sus ojos me parecieron lindos, no eran tan claros como los recordaba e iban a la perfección con su piel tersa, limpia y joven, una piel impecablemente blanca y atractiva.

Cierto día le hice saber que había estado reparando en que se le notaba más delgada, ella correspondió a esto diciendo que un dolor en la garganta le había comenzado semanas atrás y que el antibiótico, recetado por el farmaceuta del barrio, no causaba el efecto deseado, tenía también un dolor de cuello insoportable por lo que había pedido cita con un masajista, pero sus familiares la convencieron de que lo mejor era hacer un chequeo general; no la vi durante dos semanas, tiempo al cabo del cual no podía entender cómo es que había sostenido por cerca de cuatro meses una relación interpersonal con alguien a quien veía solo unos minutos al día en el mismo lugar, sin encontrarla eventualmente en una oficina, en un restaurante, en la entrada del edificio, sin teléfonos ni mensajes, solo casualidades programadas, comprendía, eso sí, que era bella y que eso había contribuido a la causa, muchos de mis prejuicios respecto a las mujeres de mirada clara se desvanecieron con las conversaciones ocasionales que sosteníamos.

Nuestro reencuentro fue rápido, no salió a fumar, -solo necesitaba un poco de aire- me dijo, y casi al instante la vi llorar, de la forma en que lo hacen las mujeres que no se quieren mostrar débiles, algunas lagrimas bajaron por sus mejillas, otras tantas se acumularon en la montura de sus lentes de niño genio, no me vio a los ojos. De alguna forma balbuceó algo sobre que le habían descubierto un cáncer y el inicio del tratamiento y se fue sin despedirse; me quedé inmóvil, apenas si hablábamos quince minutos como mucho al día y ya sabía que tenía cáncer de garganta. Me dejó un vacío en el pecho del que me costó algunas semanas desprenderme.

No la volví a ver desde entonces, había pasado casi un año y hace poco menos de dos semanas la encontré a través del cristal de la ventanilla del bus en que me desplazaba sobre la carrera séptima, caminaba distante, desprevenida, llevaba un par de cajas medianas entre ambas manos a la altura del pecho y por lo recogido de los ojos podría jurar que no era la primera vez que hacía ese recorrido, por el mismo lugar y con la misma carga; tenía pasos displicentes, alienados, tuve tiempo suficiente para observarla mientras el semáforo cambiaba, por un momento pensé que voltearía intempestivamente la cara y sentí algo de temor por eso, rápidamente elaboré un plan de emergencia donde al verme confrontado por el par de ojos añil me haría el desprevenido y parecería estar buscando un número en las plaquetas de las edificaciones de la avenida. Pareció caminar en cámara lenta a mi lado, no hice nada para llamar su atención, la dejé en paz, con su marcha cotidiana y sumisa, con el porte de quien ha tenido que pasar por mucho para pararse donde se encuentra, nada que ver con como la recordaba, con esa altivez modelada y agresiva. La vi vulnerable, triste y macilenta, podía intuirse que no la había pasado nada bien todo ese tiempo, ni ella ni quien tuvo que haberla acompañado en el karma, entonces me sentí miserable y poco compasivo al pensar en la fortuna de no haber querido pedir su número de teléfono, y de que odiara a los psicólogos, aunque nunca se hubiese metido con uno y aunque yo no fuera uno de ellos.