jueves, 12 de noviembre de 2009

…¿y por qué no irnos para Nápoles (o para Barcelona)?...

Juan Pablo tenía los mismos ojos profundos y azules de su bisabuelo materno, ese par de canicas diáfanas y escudriñantes lo mismo llamaban la atención de las señoras casadas que de los jóvenes que pasaban a su lado de la mano de alguna mujer.

Y era tan normal que nadie sospechó nada en años, su hermana fue la primera en saber y aún a su madre se le fue a Italia siendo todo un hombrecito, el mismo que en una fiesta de noche buena había llegado a casa con una niña que le llevaba tres estratos y dos idiomas por delante, Juliana, la del carro bonito y los papás en el extranjero, y es que a todos nos pareció inverosímil que Juan Pablo fuera el responsable de tan noble visita, más increíble aún que ella lo buscara toda la noche y que llegada la madrugada se lo hubiera llevado en su fabuloso coche rojo para que tres días después llamara Juan a su madre informándole que estaba en Medellín en la casa de alguno de los tíos de Juliana. Poco después Juan Pablo anunció su viaje a Italia, Pedro, un amigo del hotel donde trabajaba le había propuesto ir a trabajar allá en principio como mesero pero le aseguraba que con el tiempo las cosas se le darían. Bueno, eso fue lo que nos dijo a todos.

El viaje se organizó en cuestión de semanas, Juliana, la del coche rojo, parecía ser la única que no se alegraba con el suceso; por fin un Peralta se iba a vivir al exterior y a ganar en dólares o en alguna de esas monedas raras de por allá –es que uno en la vida no se puede dejar pintar pajaritos así por así- le decía Juliana a Carmen, la mamá de Juan Pablo que parecía ser la más feliz con la idea de que su muchacho pisara tierra extranjera.

Juan Pablo dijo que llamaría en cuanto estuviera ubicado y así lo hizo –mamá, estoy en Nápoles, cerca del mar, la quiero mucho- fue lo primero que escuchó Carmen en la bocina que arrastraba el eco de miles de kilómetros al noreste. Según nos contaba estaba trabajando como mesero en un restaurante español, ganaba bien, y hasta nos sorprendió desde el segundo mes con giros de medio o un millón de pesos, según nos decía la vida era muy cara allá y pronto empezaría a buscar un nuevo empleo.

–Este par de ojitos me tienen que servir para algo más que levantarme a las muchachas de barrio- nos decía entre risas; poco a poco fue cambiando, pasaron seis meses y los giros se hacían más constantes, cuando le preguntábamos por su trabajo nos evadía o simplemente nos decía que hacia algunos turnos en el restaurante español y nos hablaba de sus compañeros de trabajo, latinos de familias infortunadas que habían tenido la suerte de llegar al otro lado.

Era poco descriptivo, siempre lo habíamos creído tímido y un tanto reprimido, sus opiniones eran comunes y había que sacárselas con alicates, en Colombia tenía un empleo rutinario como camarero en un prestigioso hotel, hecho que le facilitaba la vida, se hablaba poco y los oficios eran monótonos.

Nunca nos habló de Italia, de los museos, las calles, la comida o los artistas y nosotros, tan ingenuos como incultos nos conformábamos con sus descripciones de la casa donde vivía o con una que otra palabra en italiano que bien nos podía sonar a la misma de la primera o la última llamada que nos hizo, él por su parte se contentaba con decirnos que se trataba de -pan, -por favor, -gracias o -buenos días; nos parecía que había aprendido mucho. Según nos contaba vivía en una pensión con muchos de sus compañeros latinos del restaurante, era un buen ambiente y casi todos hablaban español y soñaban en la eternidad con reunir el suficiente dinero y regresar a su nación, ser prósperos y populares.

Una tarde sonó el teléfono intempestivamente, se oía distante y entonces supimos que se trataba de Juan Pablo, al otro lado una voz intermitente y festiva empezó a parlar cuando Carmen tomó la bocina, en un español lento e inocente saludó y preguntó por algún familiar de Carlota, al no entender Carmen le dijo que no conocía a nadie con ese nombre, la mujer entonces reaccionó y le preguntó si conocía a Juan Pablo y ante la afirmación de Carmen procedió a regarse en felicidades y agradecimientos porque según le decía tenía un hijo muy buen mozo y de muy buenos modales; en la distancia las risas eran claras –acá a Carlotita la queremos mucho, la felicito- dijo la mujer antes de colgar. Luisa lo sabía desde el principio –al fin salió del closet, ya venía siendo hora- me comentaba en un tono envidioso. Carmen no quiso comentar nada al respecto y cada vez que Juan Pablo llamaba actuaba como si nada, le preguntaba cómo iba el trabajo y le agradecía por los giros mensuales que cada vez alcanzaban para más y más cosas, le preguntaba si estaba comiendo bien y él, entre risas, le respondía que en los mejores restaurantes y que pronto la llevaría a conocer.

Pasaban diez meses de la partida de Juan Pablo cuando una noche entró una llamada con la misma voz pringosa de la mujer que un tiempo atrás se había referido a Carlota, esta vez preguntó por Carmen directamente y fue certera –lo siento mucho, Carlota era una buena muchacha, esta mañana la encontraron muerta, tenía muchos tiros en todas partes, estaba trabajando- en el fondo Carmen creyó saber de qué se trataba pero se negó a aceptarlo, solo quiso decirle a Luisa que tenía que hacerse cargo de que su hermano regresara para darle santa sepultura en el país; dos semanas después llegaba Juan Pablo, sin todos los millones que había soñado traer, una bolsa de empaque al vacío en la bodega había sido su asiento en el retorno.

Al querer reconocerlo, Carmen pretendió encontrar al joven tímido y trabajador que se había ido hace menos de un año, en definitiva Carlota era mucho más bella, tenia senos, y una cara perfecta y con maquillaje permanente, extensiones de cabello y una piel tersa que deformada por los impactos de bala no dejaba de ser más bonita que la de Luisa. Cinco tiros en el torso y uno que entró por la boca en el lado del labio inferior. Los gastos de envío del cuerpo habían sido cubiertos desde Italia y la persona autorizada a reclamarlo había sido referida con nombres y apellidos completos, además de dirección y teléfono personal.

En la casa de Nápoles la matrona del español jocoso no se animó a pasar al teléfono ante nuestras llamadas, tan solo pude hablar con un argentino llamado José Luis y al que llamaban Lucia –que tal, soy Tomás, el mejor amigo de Juan Pablo- me presenté. José Luis me dijo entonces que Juan Pablo jamás había trabajado en el restaurante español y que no salía de casa más que por la noche, no había conocido Italia, había llegado y a los dos días se había mandado a operar con cerca de 3000 euros en efectivo que consiguió de algún lugar, después de un mes había podido empezar a trabajar en las noches, la calle de Espalter era su morada, le iba muy bien, era bella y latina, apetecida por demás, pero en un negocio como ese no es muy bueno criar tanta fama, y menos una adicción a la heroína, casi la mitad de lo que ganaba lo invertía en la dama blanca y así se le iban los días en la calle, entre clientes y una inyección, y otra, y otra, así se fue dando a conocer, tuvo varias peleas callejeras por el polvo y a la casa ya casi ni iba, sin embargo, cuando lo hacía llegaba con impresionantes joyas y mucho efectivo, en la calle ya casi nadie la toleraba y se la pasaba más inyectándose que en el trabajo, fue así como se hizo la fama de peleonera, y lo peor, de "sidosa", los diarios amarillistas de esos días aseguraban que por eso le habían disparado a la latina de los ojos azules.

miércoles, 28 de octubre de 2009

...se vale llamar a París...

De lunes a sábado a las 6:00am comienza la jornada, entre taburetes, pasillos, triciclos, estandartes y canecas transcurren las doce horas más largas de la vida de Diego, todos los días son extensos y repugnantes; fétidos olores y un uniforme deslucido, es el encargado de las basuras en esta prestigiosa empresa, toda llena de doctores que ni saludan cuando le pasan por el frente; -¿por qué habríamos de hacerlo? A él se le paga por sus servicios y de seguro es un buen salario, quizá en el futuro haya que hacerle algún recorte-.
Hoy son las 5:50am, está a tiempo, se ciñe el overol y a comenzar. -¡Buenos días doña Ester!- saluda, -Martha, ¿Cómo sigue tú niña? Martha y Ester, los pisos y los tintos respectivamente, y bueno, dos de las personas con las que más comparte tiempo desde hace cerca de dos años, quizá sus más cercanas amigas, cuatro décadas más viejas y mañosas. Toma el pasillo central, es el peor, tiene retazos de todo lo que los visitantes desconsiderados dejan en su fugaz paso por la factoría más prominente en el campo de los textiles en la última década, lo leyó en Portafolio, su periódico favorito; los ilustres visitantes incluyen clientes, proveedores, excursiones colegiales, domiciliarios, entre otros. El recorrido hay que hacerlo unas tres o cuatro veces al día, cada uno dura alrededor de dos horas y después hay que llegar al aparcamiento y descargar, separar y amontonar. Es un trabajo monótono y fatigoso, que no da tiempo de ir al baño sin que el supervisor se entere, que no deja hacer vida social con nadie en las seis dependencias de la empresa ni deja reponer un poco de sueño o leer las copias para la noche; Diego decidió estudiar un buen día pero no tenía con que coger el bus, hojas de vida acá y allá lo llevaron a donde está ahora y a fuerza del horario conseguir una nocturna para estudiar ciencias sociales entre seis y once de la noche de lunes a sábado, y sí, -es una carrera improductiva en el país de los ingenieros- le han dicho, en un horario absurdo y en un lugar irrisorio, -que más da- se dice entre risas mientras avanza con su carrito recolector –más vale ser un tonto feliz que un adinerado remordido-.
Diego tiene una expresión longeva y enjuta que le hace ganar la confianza rápidamente de los viejos, en la cara muchas veces no solo se le ve la fatiga sino el desazón de tener que andar un camino tan largo para llegar donde algunos teniendo todas las oportunidades del caso jamás quisieron; es un buen trabajador y un soñador de esos que cree que al presidente más que nada se le puede derrocar con piedras, palos y pasquines antes que con armas, tan soñador que un día, saltando el conducto regular, le propuso al jefe de su supervisor un cambio de horario en su jornada para poder estudiar en una mejor universidad, el hombre, un cincuentón robusto y adinerado no tuvo reparo en reírsele en la cara –¿y usted quién es?, voy a hablar con su supervisor para que este a su pendiente por insolente- dijo entre burlas el viejo, -beneficios como esos solo se los puede dar el gerente-.
En el segundo pasillo la secretaría de recursos humanos le recordó a Lorena, su primera decepción amorosa a los dieciséis y que hoy, ocho años después, el destino tenía bien lejos; pasó presurosamente y la miró diligente, vació la caneca y siguió, no había tiempo de interrumpirla y preguntarle si ella también se llamaba Lorena o tenía una hermana con ese nombre. Como extrañaba el pasado, era un melancólico de los años que se habían ido, de cuando no se había metido en el lio universitario y menos en el uniforme de fontanero; ¡ah!, y esas experiencias con Lorena: tríos, orgias, intercambios; ¡vaya, que mujer! Díscola e indócil, experta y excelente como amante. Sin dudarlo volvería con ella- piensa en voz alta mientras vacía las ultimas canecas de la primera ronda del día; -aunque podría estar seguro de que si estuviera acá no me aceptaría con este empleo, siempre me dijo que primero la dignidad que la barriga- ¡já!, como se nota que no sabe lo que significa tener hambre, ella en París y yo acá entre cartones, plásticos y –biodegradables-, esa puta caneca es la más pestilente-.
La última vez que habló con Lorena ella le había dado la dirección y el teléfono de su nuevo domicilio en la ciudad luz, Diego lo había escrito en un pedazo arrancado del Portafolio de la primera semana de septiembre, la recordaba bella, como una mujer tan buena por fuera como por dentro, siempre, desde que se había ido y empezó a llamarlo regularmente, le ofrecía asilo y una oportunidad para trabajar, enseñarle el idioma por su cuenta y demás; él, indiferente a ratos, solo se limitaba a cambiar de tema, a preguntar cómo se encontraba y si le hacía falta algo; desde luego si a alguien le hacía falta algo era a él. A veces hasta piensa en eso como una broma, en irse pendiendo de la mano de ella y empezar de cero algo nuevo, sin embargo, no se siente tan desgraciado como para querer hacerlo –cambiar es para inseguros- se repite cuando siente que la idea le ronda mucho en la cabeza. Por lo menos las mujeres (cuando lo ven sin el uniforme) le sonríen y a Sandra fue él quien decidió cortarle, tal vez querer empezar en París sería lo último, tan solo el día que no tuviera a donde más dirigirse y quisiera cambiar su modesta y parsimoniosa vida.
Casi las nueve con cincuenta y a iniciar el segundo recorrido. La tercera caneca dentro de la oficina de asuntos jurídicos le ofrece un regalo inusitado, se trata del periódico del día, el mismo que como gratuito es de vacío, lo toma por la ultima pagina y lee: Para libra día de revelaciones, ideal para los negocios. En el amor las cosas se aclaran con su pareja. Un día de muchos cambios en lo laboral. No descarte una oportunidad en el extranjero. Numero: 3874.
-¡Seguro! Cambios en la laboral. Cambios, cambios, cambios, mínimo me van a trasladar al sótano, a lidiarme con cañerías y roedores- se dice divertido mientras deposita el diario en el fondo de la caneca para papel y cartón.
Segunda puerta del tercer pasillo y ahí está la oficina del supervisor. –Permiso- dice mientras abre la puerta y se dispone a desfilar hasta el único escritorio del recinto. El hombre tras el estandarte es un rubio con no más de treinta y cinco, de carácter débil pero actitud tosca hacia compañeros y subordinados que superaba las tediosas mañanas entre crucigramas y películas pornográficas, le gustaba estar encerrado como hasta las diez, hora que decidía abrir la puerta de la oficina y hacer garabatos sobre un papel blanco imitando la firma del gerente o las que venían en los billetes.
Diego toma la caneca, la lleva hasta el pasillo y la vacía con fuerza, de un solo sacudón, -solo papel firmado- se dice; de regreso se percata de que el hombre lee el diario y tiene los pies sobre el escritorio. –Disculpe- dice a media voz –es que quisiera consultarle algo sobre mis horas extras. Disculpe. ¡Señor! Es que quiero saber…-.
-Tenga más cuidado joven, no se le olvide con quien habla, me he enterado de sus andanzas –dice el hombre de tez amarillenta sin retirar los ojos del periódico y piensa Diego si estará leyendo el horóscopo, si será libra. –Necesito hacer una consulta- insiste Diego-. -Ahora no- vuelva en la noche- responde el supervisor. De seguro en la noche usted no estará, es solo un momento- dice Diego al tiempo que hunde la mano en el bolsillo derecho para extraer un copia arrugada de la nomina del día anterior y que era el motivo de su discordia, según sus cuentas le estaban asaltando en ochenta mil. Mire joven, ahorita no, pásese por la oficina de pagos y cobre lo que le corresponde, lo que aparece ahí es lo que se merece, yo mismo lo revisé- dijo el rubio mirando por primera vez a Diego directo a los ojos. ¿Y ese descuento por qué es? –pregunta Diego que permanecía parado impávido frente al escritorio. Ese descuento es por irreverente; es que acá las reglas van de la mano de mí regalada gana, se hace lo que yo quiero y jamás lo que usted tímida y esporádicamente sugiere y menos saltándose los conductos –me dijo el hijo de puta ese- dice Diego recordando horas después. Si no está de acuerdo pase por su liquidación.
No hace falta-, respondió Diego aireado, se dispuso entonces a dar media vuelta y a marcharse, no sin antes patear fuertemente el único mueble de la oficina del engominado supervisor. ¡Seguridad! ¡Seguridad!- profería el apelmazado rubio al tiempo que Diego tiraba la puerta de la oficina tras de sí. Prohibido pensar, prohibido sugerir y querer salir del atolladero- repetía mientras se cambiaba en los casilleros. El triciclo de recolección había quedado frente a la última oficina que visitó ese día y en donde decidió irse, ya jamás volvería a pisar los monótonos pasillos. Diego salió el sábado en la tarde, pasó por mi lado y se detuvo tranquilamente a relatarme el episodio. Hasta nunca, buena suerte –me dijo mientras estrechábamos las manos- saludes a los demás.
Diego vagó un par de calles sin saber en qué pensar, habría que empezar a buscar un nuevo empleo para costear -la carrera de vagos- como tantas veces le habían dicho respecto a la que se había aferrado. Casi llegó hasta el centro bajo el resplandeciente calor de octubre cuando se detuvo frente a un aviso que anunciaba internet, dulces, películas, pago de servicios públicos, útiles escolares y hasta pruebas de embarazo. La joven del mostrador tenía unos ojos negros brillantes y asustados que conjugaban a la perfección con esa baja estatura y lo modesto de sus movimientos, pensó en Sandra de súbito, buscó en los bolsillos y palpó algunas monedas, por un momento lamentó no haber reclamado la sórdida liquidación.
-Una llamada a París- le dijo, mientras buscaba un papel amarillento en su billetera.
-Cabina uno- responde la mujer.

jueves, 8 de octubre de 2009

...de zarpazos y balazos…

En su bolsillo no había más que tres monedas y un chocolate que favorecido por el inclemente clima aún conservaba su forma original, al menos eso anunciaba el contacto minucioso y pendenciero de su mano derecha que de principio quiso hallar algo que más que los escuetos y devaluados metales. La noche había sido rauda y habitual, fugaz entre amarettos y cervezas importadas de extraños colores, texturas y recipientes, había transcurrido de prisa junto al olor del cabello de Viviana y sus tan esquivas como sutiles muestras de afecto. Hacia frio y en la avenida nada más uno que otro carro anunciaba el arribo presuroso de la madrugada en una ciudad que no tomaba mucho en desperezarse. Cerca de dos horas caminando no se hacían un problema, al menos había quedado como un galán con ella, como casi siempre, la había recogido y habían caminado <> unos diez minutos hasta el bar de Blasto, un amigo de ambos que se regocijaba en las venturosas noches de viernes duplicando el precio de todos los licores. Dos amarettos para empezar, era el trago favorito de Viviana, fuertes y en seco, como les gustaba a ambos, ella un tanto más divertida que de costumbre atinaba entonces a acariciar su mano y juguetear con sus uñas en medio los lánguidos dedos de su acompañante, un proceder casi rutinario después del primer trago en ella, en seguida él acechaba hablándole cerca, diciéndole lo bien que se veía como en cada ocasión y aventando cuanta palabra de amor la vida le había dado la oportunidad de detenerse a recoger de telenovelas, libros o familiares; ella en cambio, esquiva como siempre le desviaba la mirada y tan solo parecía centrar su atención en él a sorbos secos como los del amaretto para contemplar de frente esa piel morena y curtida que le hablaba de paraísos y exclusividades. Así se iban las citas, entre zarpazos en busca de besos, caricias de acá y jugueteos de allá, entonces pasaban las horas después de la media noche y la gente abandonaba, ellos, amigos del dueño, lo hacían al final para abordar un taxi, Daniel pretextaba no llevar uno de sus dos carros porque con ella prefería beber que manejar. El ritual de despedida era el mismo entonces, llegar a la casa de Viviana, esperar que descendiera y entrara para pedir al taxista que lo dejara en la siguiente esquina y empezar a andar. Como en otras ocasiones, Daniel había gastado lo de la quincena en tragos finos y sutilezas despectivas, con una doncella fluorescente que lo mismo podía saber de cómo convertir la paja en oro que de lo que significaba vivir ciento cincuenta cuadras al sur de su domicilio. Se habían conocido en el bar de Blasto, ella siendo una princesa acomodada y el pasándose por príncipe con la complicidad del dueño del establecimiento, los jueves de poesía fueron la excusa en un principio, después los viernes de música en vivo, así se fueron dando las cosas.
Llevaba tiempo caminando, serían las cinco calculó; por suerte se trataba de una zona segura y pronto llegaría a la única avenida con servicio público en todo el norte de la ciudad, allí tendría que esperar cerca de media hora y al fin los mil doscientos pesos del bolsillo derecho le serian más que útiles, cerca de cuatro horas después de descender del taxi estaría en su casa, dormiría un rato, se ducharía y a trabajar, pero mientras todo esto pasaba habría que seguir caminando.
-Calle noventa- se dijo entre dientes al contemplar el centro comercial de paredes azules a su derecha, siempre había creído que allí en verdad comenzaba la ciudad y que ir más allá requería hacerse con un equipaje corto que por lo menos supliera las necesidades alimenticias. Al cabo de cinco minutos estaría en la ochenta, sacó entonces el chocolate y lo digirió a dos bocados, lo había comprado para Viviana pero esa noche se arrepintió de dárselo después de que esta hiciera un comentario en tono burlesco acerca de los vendedores de dulces en los buses.
Su paso era pausado y adolorido, palidecía y tenía unas grandes ojeras, era algo natural con una noche de trasnocho, se le notaba lo farreado; al contemplarlo de frente daba la impresión de ser un enfermo terminal, de seguro por eso la poca gente que llegó a cruzar en el camino le esquivó la mirada al pasarle cerca; tan solo un par de hombres si se atrevieron a verle a los ojos, le descubrieron el cansancio abalanzándosele de forma estrepitosa y sagaz, -la plata o te morís- dijo uno de ellos, sujetándolo por el brazo mientras el otro le irrumpía con un arma de fuego en el pecho –me muero, ya no importa- dijo en medio broma y algo adormecido, el cansancio hacia su efecto y no fue consciente de la situación hasta percatarse del arma que empuñaba el mas alto. Todo fue rápido, Daniel sacó las únicas tres monedas que lo acompañaban y se las dio a quien lo sujetaba, eran grandes y grotescos de aspecto y estaban vestidos con el uniforme de alguna de las empresas de servicios públicos de la ciudad, quien le recibió el dinero cogió las monedas y se las tiró en la cara, en seguida de una zancadilla Daniel estuvo en el piso donde comenzaron a patearle el rostro y el abdomen en la desolada acera. Los carros pasaban por el lugar a mas de cien y de seguro los que vieron la escena también vieron el arma en la mano derecha de uno de ellos.
– ¿No más?- dijo el único que había hablado hasta entonces- esto no vale ni los golpes en su hijueputa cara-. Ahora vamos a irnos y acá no pasó nada, no nos quiera mirar o se lleva su pepazo, si nos sigue, si le dice a alguien, si grita, si respira, si piensa me devuelvo y me lo llevo cabrón.
Todo esto lo decía el hombre que de principio lo sujetó, el otro, algo parco y retraído solo miraba y sostenía el arma indiferente, con al cañón hacia el suelo, desde luego había participado en la golpiza pero no pronunció ninguna palabra. Quien estaba sobre Daniel se levantó presto y ambos empezaron a caminar hacia el norte apresuradamente, casi corriendo. Daniel, aturdido y sin poder ver muy bien por la sangre que le caía en los ojos en cuanto los sintió lejos se quiso poner de pie, aún no se había incorporado totalmente cuando a través de sus ojos lagrimosos percibió una mancha oscura y amenazante, una sombra que en un parpadeo no estuvo más, fue entonces cuando sintió el abrazo desde la espalda y una voz grave que al oído derecho le decía –¿le dije o no, gomelo? A mí no me gusta repetir-. Lo que pasó después sonó en seco y no tuvo testigos, fue certero como los amarettos o las miradas displicentes de Viviana, un solo estruendo que se hizo perforación en la espalda de Daniel. Después de que el sujeto saliera corriendo Daniel empezó a caminar para buscar ayuda, se lanzó a los carros de la autopista y ninguno se paró a su señal, dio unos cuantos trancos y se desplomó, fue ahí cuando alguien se detuvo a auxiliarlo.
El balazo según dijeron los médicos ingresó por la zona medular y quedó alojado a la altura de la decima vertebra dorsal. Daniel tuvo una cirugía de cuatro horas en la que le extrajeron la bala y estuvo en el hospital diez, veinte o mil quinientos días, no lo sabe pero fueron eternos, en estos no hizo más que esperar alguna reacción en sus piernas, la reacción, al igual que alguna señal de vida de parte de Viviana, nunca llegó.
Daniel ya no trabaja y ahora depende de su madre para casi todo, llora todas las noches cuando cree que los demás duermen y pide a Dios que acabe pronto con su vida después de blasfemarle y cuestionarle por su suerte.
Para Viviana Daniel no existe más desde esa noche en que lo despidió al descender del taxi, Blasto le informó de la situación de su acompañante ocasional y solo se lamentó lastimeramente, se lamentó mas por enterarse que Daniel tenía tres estratos menos que ella y por saber que en verdad no era jefe de asuntos jurídicos sino secretario de dicha oficina que por su invalides, le dolió más sentirse engañada; ya no habrían con él más quincenas despilfarradas ni amarettos, ahora sus bolsillos estarían de seguro demasiado rotos y ni con ellos, ni con sus piernas ornamentales o sus promesas paradisiacas compraría siquiera un tanto de todo ese amor negligente que ella tenía por ofrecer.

martes, 11 de agosto de 2009

…¡ese Henry sí es de buenas!...

Henry lo bauticé abusivamente, es que casi todos los Henr… (bueno, el plural de Henry) que he conocido son como él (con esa apariencia insípida y la contextura algo rechoncha, de seguro también es boyacense), y ahí está, en su taxi de placas capitalinas y una mujer distinta como cada vez que aparece, que lo mismo puede ser un mes o un semestre (ese Henry si es de buenas, es que hasta la envidia de macho me pone a pensar que son prostitutas, que el negocio de los amarillos no es para nada malo y que por tanto se da el lujo de montar una joven cada vez mas agraciada al lugar del copiloto). Voy llegando a mi apartamento después del trabajo y en el oscuro callejón por donde está el edificio como raro no hay más que indigentes aparcados a lado y lado intentando conciliar el sueño, hasta sé que algunos ya me reconocen pues yo a ellos hasta les echo de menos cuando uno de los espacios está vacío (ve, en este sitio se hace el de la barba quijotesca y hoy no está), podría decir que me generan cierta seguridad en medio del desolado paso; como a treinta metros, parqueado cerca a la empresa de zapatos reconozco a Henry, es el sitio más oscuro de todos (hola de nuevo amigo, bien, pero si es que hoy traes un verdadero manjar, ¡qué bonita muchachita!), y es que en cerca de año y medio lo he visto más de tres veces y siempre procuro caminar despacio al pasar por su lado (si, psicólogo y voyerista no son dos cosas muy distintas) pero esta vez es diferente, esta vez voy más lento, esta vez su acompañante merece toda mi atención (de seguro es la más joven que le he visto y nada raro la más cara), a medida que me acerco le reconozco una blusa diminuta y a él una camisa que si me preguntaran diría que es nueva (así como diría que jamás la compraría para mí), hay algo de música y el vidrio del lado de Henry está medio bajo, camino despacio y saco el celular para simular que busco algo con el ánimo de disminuir más la marcha. Es muy atractiva, la veo de cerca, no tendrá más de veinte (tan bonita, ese Henry si es de buenas), en algún momento la veo percatándose de que la observo y bajo la mirada, acelero el paso (no, no es prostituta, pues si tienes para una tan cara como esta de seguro también tienes para llevarla a un sitio de su altura, quien sabe de dónde la sacó, ¡ese Henry si es buenas!), guardo el celular avergonzado y busco rápidamente las llaves en mi bolsillo, la entrada está cerca; no, un momento, Henry me está hablando –venga chino- me dice (¿chino?), me acerco, a Henry ya lo he visto un par de veces a lo sumo querrá preguntarme donde está el motel más cercano, baja la ventana apresuradamente –usted vive por acá, ¿cierto?- (lo sabía, bueno pues de moteles conozco poco pero podría recomendarte el Luna Azul, El Manantial, Arrúllate, Casa Vieja, Luna Room, en fin, como verás no conozco casi así que no te seré muy útil) -¿cierto?- repite ante mi silencio y mi rápida recopilación mental sobre los moteles de la zona; por la ventana se ve la cara de un Henry rozagante y (contrario a lo que me imaginé) completamente vestido, de fondo ya no está la cara joven de su acompañante pero si una diminuta mini falda que amenaza con estrangular a ese sugestivo par de piernas –le tengo un negocio- me dice –me consigue media de néctar azul y se gana las vueltas- me muestra un billete de cincuenta en el bolsillo de su camisa –¿azul, reina?- le pregunta a su acompañante, me inclino para ver el rostro de ella pero es imposible, se maquilla usando el retrovisor derecho como testigo, no le contestó (bueno, media de azul no vale más de quince y la tienda no está lejos) –está bien- le respondo (no es solo la plata, es venir a ver ese par de piernas de nuevo) –acá está la plata, azul, no se le olvide ¿cierto reina?- de seguro la reina no le va a responder. Camino hacia la tienda que no está muy lejos y le compro media de azul al Dr. Henry (de seguro él preferiría Líder, como en su tierra, además es muy botado al darme todo el cambio, sí, de seguro es boyacense, en ningún otro lado son tan generosos), algo me hace apresurarme al regreso con Henry, la última vez que dijo -¿cierto reina?- su mano se posó apaciblemente sobre las piernas de ella, –de seguro ya se puso mejor la cosa- pensaba al dar la vuelta en la esquina, tal era mi aletargamiento que fue casi llegando al punto donde me habían entregado el billete donde vine a caer en cuenta que ni Henry, ni el Hyundai de algún modelo, ni la cara joven con piernas de musa estaban, no había nada, todos se habían ido, y yo tan feliz que volvía con la media de azul en la mano, el sonido de una patrulla a la vuelta de la siguiente esquina parecía ser el ultimo indicio de vida inteligente en muchos kilómetros, ¿que por qué se fue? no sé, le habrá ganado el apetito de buscar motel, se asustaría por el ruido de la patrulla (¿escándalo en la vía pública? Que me lo digan los abogados), la reina se habrá aburrido o le habrán dado ganas de ir al baño (con las mujeres nunca se sabe); lo cierto es que media de azul en la mano y sin poder tomar por recomendación médica (no, pero es que ese par de piernas merecen que me tome uno, ¡salud!) me voy para uno de los cambuches de mis escoltas nocturnos, -buenas, viejito ¿vio el taxi que estaba ahí parqueado?- me dice que no (en la calle nadie sabe nada, nadie vio nada a no ser que guarden un vinculo afectivo contigo, es la ley) –¿se quiere tomar esta de azul? Está destapada pero fui yo ahorita, fue solo un trago- le digo – si me di cuenta- responde (ahí si se dan cuenta). A Henry nadie lo vio arrancar, ojalá no me lo vuelva a cruzar porque ya no tengo mediecita para darle, ojalá por lo menos le haya merecido la pena la partida (¡es que ese Henry si es de buenas!).

martes, 4 de agosto de 2009

...residuos...

En otras circunstancias habría logrado intimidarme, tal vez en la pista o en el pizarrón, soy débil allí ante la gente como él, ha de ser porque no tengo esa forma primitiva de saber llamar la atención mostrando el tamaño de mi mordida, el alcance de mi salto o el de mi falo; pero acá no, este es mi sitio, sí, hay que reconocer que es bueno, pero acá, justo acá yo soy mejor, mucho mejor y lo sabe, se lo grito en la cara y no me discute, lo miro a los ojos y le hago saber de lo inoportuno de su presencia, no se inmuta, me mira desafiante y acaricia mi trofeo. –Vale- le digo –te lo dije-, juguetea a mí alrededor con su piel elástica y esos ojos claros; salta, canta, ¡grita!, después llora y hace ese bochornoso escándalo de nuevo, ama sentirse observado, que lo quieran, que lo mimen, que se rían de sus abyectos y obtusos comentarios. -Ahora vas a gritar más duro- le digo mientras ríe a carcajadas; mi cuchillo está un poco oxidado, hace mucho no era necesario usarlo, es pequeño y rustico, a muchas serpientes y roedores atravesó en los días de la guerra, la cacería no nos permitía ser exigentes; entra despacio mientras sus ojos se tornan grises. ¡Ah! Su sangre después de todo es roja y no más espesa que la mía, no es más que otro humano de pasiones y raciocinios perniciosos como los míos, esa sangre tibia sabe a lo mismo y se siente igual al toque de la piel; entonces la mirada lúcida se obscurece al cuarto contacto del filo y la punta oxidados, de mi diestro impulso malicioso y la satisfacción en mi rostro, los cortes se abren camino dentro de sus agallas, en medio de sus cojones, de esa valentía artificial, -te dije que no te metieras con mi trofeo-.

viernes, 24 de julio de 2009

...de memorias y punzadas...

La vieja no me deja solo, jamás me desampara, es que ha aprendido a conocerme en estos años de batallas, es que ha escrito en mis maneras y costumbres y juntos hemos visto pasar la vida sintiéndonos intactos pero desde luego haciéndonos marchitos, he aprendido a hacerle caso y a seguir su consejo casi como lo hacía con mi madre. Ah, y es que la vieja… y así me quiere, así me soporta. La vieja conserva ese toque jovial del día en que la conocí hace ya casi medio siglo. De vez en cuando le da por jugar y hace frente a mí esos desplazamientos rítmicos y calculados con los que mueve los brazos de lado a lado y la cadera al tiempo que avanza; intento imitarla, seguirle el paso pero en definitiva no puedo y ella sonríe. La suya es una sonrisa viva a pesar de la falta de algunas muelas, la mía, en cambio, aunque intacta la siento muerta pues si no fuera por su existencia no tendría ningún motivo para levantarme a diario. Y es que me he vuelto más melancólico y menos compasado con los años, aún recuerdo que no era el mejor y me parecía increíble haber robado el corazón de esa princesa que andaba de arriba para abajo con el mas tosco y escandaloso de la clase; siempre he creído que algo bueno debió haber visto en mi insólito talento para desbaratar los momentos bellos, así sin despedirme, sin saludar, romántico e inoportuno al tiempo, es mi forma de querer y así me ha sobrellevado.
Y así recuerdo estos años combatidos, la vida no me fue fácil, mucho menos conquistarla, siempre tan refinada, ese caminar moreno y ensanchado, esas caderas exuberantes y su boca diminuta, todo eso llamaba mucho la atención de los hombres y les hacia envidiarme, incluyendo a muchos de mis amigos y familiares, y por supuesto a unas cuantas de mis amigas, si algo aprendí en todo este tiempo es que no se necesitaba ser hombre para sentirse atraído por ella. Lo suyo eran los tragos caros y los buenos lugares, y sí que me costó trabajo llevar su ritmo, comprar el primer carro, una casa en un barrio nivel cinco, llevar a los niños al mejor colegio, por suerte le heredé a mi viejo lo ambicioso y lo tenaz; si que valía la pena ver esos hermosos ojos negros brillar con la alegría de los logros compartidos.
Y esas interminables conversaciones, nunca logramos ponernos de acuerdo en muchas cosas: sobre Dios, sobre su inexistencia o compasión, sobre lo mundano del orgasmo. Siempre me dijo que ella era lo mejor que me había pasado, y en repetidas ocasiones me decía –para ti soy indispensable, yo te ayudo a cumplir tu misión en la vida- su argumento era que conmigo reía bastante, lo cual, según ella, no era tan benéfico para ella como para mí.
Y si, la vieja es indispensable para mí, le pertenezco y ahora la veo ahí, con sus sesenta y cinco años que no son muchos y ese montón de aparatos que según dicen la asen a la vida, y me dicen que de salvarse puede quedar discapacitada, ciertamente no me importaría. Ah, y es que todo pasó tan rápido, primero la visión borrosa -¿está bien mi vieja?- le pregunté – no siento el brazo- me dijo con cierta dificultad, fue entonces cuando perdió el equilibrio y al suelo; y acá estoy, aferrándome con mi mano a su frágil esperanza de vida, empapándole las sabanas con mis lagrimas y susurrándole al oído -Yo no quiero encontrarme a nadie más que a ti al volver a casa, déjame creer que esto no es más que un mal sueño, solo sé que contigo he sido como en verdad puedo y quiero, con mis malos modales y mi conversación acelerada, con lo mal que muevo la cadera y lo pedante de mis modales. Las pérdidas son más fáciles de asimilar cuando sientes que no es mucho lo que tienes por perder, y yo contigo lo tengo todo, no te me vayas mi vieja querida-.

viernes, 12 de junio de 2009

...pócimas…

¡Ah! Que nauseabunda noche de viernes, que puta madrugada de sábado.
¡Ah! Es que todo tiene un sentido tan mío, tan tuyo. Bien, ya sabíamos nosotros que tarde o temprano pasaría, y prometimos no dejarnos afectar, ¿recuerdas? Pues bien, ahora me doy cuenta que no pudiste. ¡Já! Con ese nadadito de perro. Bueno, mi vida también está en el caos y quizá lo primero que haga después de publicar esto sea buscarte y desbaratar todo. ¿Quién da más? dice una buena amiga por estos días, pues bien, yo no soy, yo no doy por mi ni por nadie.
Doy más por Tomás, el que no improvisa, que es un rabón, misógino, odiado, dañado, profano. Tomás, el mejor y el dueño de este pedacito:

Tuvo que pasar algún tiempo antes de que los encuentros se volvieran habituales de nuevo, hasta entonces solo supe que al recién nacido lo habían llamado Jesús o Valeria. Jamás le vi después de que naciera; lo cierto es que compartíamos en numerosas ocasiones la misma cama los tres, y le sentía tan cerca, como haciéndole daño, pero para entonces no me importaba, después de todo a ella, un tanto mayor que yo y también menos responsable, le encantaban nuestros encuentros pasionales aún en su estado, éramos tres cuerpos normales, de esos que sienten, que padecen y se enferman. Un Tomás, una Claudia y un Jesús o una Valeria en el mismo orgasmo.
Ese día, un par de meses después supe cual había sido su nombre. Era martes o jueves y se hacía lentamente de noche, no éramos más que un par de cuerpos exhaustos y desnudos que se miraban con recelo, con ganas de hacerse daño.
-Estás desbaratando mi vida de a poco y un día de estos uno de los dos va a terminar bien muerto- fue lo primero que me dijo.
Yo, impávido, feliz, grotesco e indefenso –siempre he creído que nadie está más inerme en la vida que después de un orgasmo- solo miraba por la ventana a través de su cuerpo.
- Mírame cuando te esté hablando- me dijo levantando la voz
- Lo hago- respondí
- Me tomas por una idiota, siempre lo haces- me dijo al tiempo que se sentaba al borde de la cama.
Era hermosa, delgada y serena de cuerpo, los partos no habían dejado huella en esa piel morena ni en la forma de su figura. No dijo nada más por unos cinco minutos, buscó algo en el bolso pero no lo halló; mientras tanto yo solo cambiaba canales sin rumbo, y bueno, la oferta no era amplia: noticias – porno – porno – música – porno, y así.
-No sé ni porque lo sigo haciendo, ya no eres el de antes, Tomás, –irrumpió de nuevo- Esa tal, bueno, esa zorra no hace más que exprimirte, no te deja tiempo para mi, ni siquiera para que un día como hoy recuerdes traer los cigarros. Estoy harta.
-Yo más, Claudia, eres buena pero como bien lo has dicho: alguien va a terminar mal; espero no ser yo.
-Siempre piensas en ti, no tienes corazón, el mismo patán, no entiendo cómo es que ella te soporta – me dijo al tiempo que alargaba su mano a mi cara; me sujetó fuerte y quiso hundir sus largas uñas en mi rostro – eres lo peor que me ha pasado.
-Te odio- le dije
-Yo más- respondió sin un atisbo de pudor en los labios.
Se tiró entonces de regreso a la cama, encima mío, me ardía el rostro y lo notó por mi expresión, me besó y de nuevo sus manos pasaron por mi cuerpo, ahí estábamos como en cada cita, discutiendo, odiándonos, amándonos, ella en casa de su madre, yo en clase de financiera; el mismo par de intransigentes, la señora de la casa y el novio modelo, el que le propuso matrimonio a Milena el domingo.

viernes, 17 de abril de 2009

...el jardín de los recuerdos...

Para empezar, ni Tomás debieron llamarme pues me hubiera gustado Miguel. Tengo las contradicciones puestas en los genes: un papá militar y seis semestres de una carrera de humanidades, mi madre es casi analfabeta y ambos padres de ésta son abogados de profesión, jamás me bautizaron e irónicamente tuve que ir a la iglesia cada domingo con mis abuelos casi hasta los quince. 
Soy Tomás, de la ficción de un desocupado, una ficción de catacarpio como diría él y tengo la extraña necesidad de renombrar historias ajenas.

Margarita, la dueña de una vida rutinaria y amarga, madre y esposa, la que a los dieciséis era ama de casa y a los treinta y cinco gustaba de ir al cine o al concierto de turno conmigo, sí, también de contradicciones certeras, como las mías que a los doce después de estudiar trabajaba vendiendo arepas con mi mamá en la calle y a los veinticuatro descaradamente me podía declarar como todo un mantenido.

¡Ah!, Margarita es una historia larga que sucede cuando yo tengo el descontrol de dos carreras a medias y un padre que en su generosidad de época de guerra me gira lo suficiente.

La última vez que la vi tenía una sonrisa casi desencajada y pícara, ese día extrañamente vi la muerte en sus ojos y tuve la necesidad de llorar a escondidas antes de decirle que nos veríamos mañana y que todo nos saldría bien. Sus dolores se hacían más recurrentes pero eso no le impedía intentar alegrarme el día, sus comentarios, los mismos: –¿Y si te extraño lo suficiente como para dejar todo atrás?-, decía en medio de risas, -¿Y si un día de estos Migue (Migue, casi como me hubiera gustado llamarme) se da cuenta de todo esto y quiere matarnos a ambos?-. Jamás la volví a ver y su astucia fue tan sorprendente que no dejó rastro alguno, sencillamente don Migue Medina y su esposa con sus ahora cuatro hijos se fueron a vivir lejos de la ciudad.

¡Ah!, Margarita tenía una panza enorme como de trillizos y lo único que sabíamos era que se había gestado en una de esas reconciliaciones majestuosas que solíamos tener después de una pelea que a lo sumo nos duraba tres días y que siempre tenía el mismo común denominador: que ella estuviera casada y ya tuviera tres hijos, que fuera cerca de once años mayor a mí y que aún así no solo nos amaramos furtivamente sino que me mantenía cuando los giros de –papi- no alcanzaban para mis excentricidades.

El mensaje más bello de toda mi existencia lo recibí la mañana siguiente y me anunciaba un regalo “¡Imagínate!, vamos a tener una Violeta, estoy muy emocionada y muy feliz. Te amo. Sé que será la mujer más bella del mundo (esa que siempre has soñado), delgada y altiva como nosotros, tendrá que ser toda una dama y sacar un poco de mi carácter, sí, porque acéptalo, eres todo un huraño, ja, ja, te quiero”. Ese mensaje fue el final de aquella época extraña, la que quizá deba decir fue la más feliz de mis escasos veintitantos años, no era tener dinero sin esfuerzo o sentirse amado por la mujer de algún Migue, sencillamente era este mundo de contradicciones donde mi primera hija nacía en el vientre de un frondoso matrimonio de más de diez años. 

Las cosas con ella fueron siempre de revés, nuestro primer beso tuvo lugar un día cualquiera en el sexto mes de embarazo del último hijo que tuvo antes de nuestra Violeta; todo sucedió así, velado, paradójico, esquivo, perspicaz, desde nuestras primeras citas en el parque de un barrio distante hasta el momento en el que el portero de mi edificio le decía –la señora del 201-.

¡Ah!, Margarita me envió el mensaje más bello del mundo pero después del parto todo fue distinto, quiso retomar su hogar, desde luego, con su nueva hija como motivo, la mía, la que ahora lleva el apellido de Migue y que crece junto a sus cuasi-hermanos en algún rincón del Quindío, el lugar más seguro del mundo según Margarita y en donde quizá jamás pueda llegar a hallar a ese, mi par de flores, a una Margarita que me enamoró haciéndome el hombre más intransigente del mundo y a mi Violeta, la que desde luego será la mujer más bella del mundo.