En otras circunstancias habría logrado intimidarme, tal vez en la pista o en el pizarrón, soy débil allí ante la gente como él, ha de ser porque no tengo esa forma primitiva de saber llamar la atención mostrando el tamaño de mi mordida, el alcance de mi salto o el de mi falo; pero acá no, este es mi sitio, sí, hay que reconocer que es bueno, pero acá, justo acá yo soy mejor, mucho mejor y lo sabe, se lo grito en la cara y no me discute, lo miro a los ojos y le hago saber de lo inoportuno de su presencia, no se inmuta, me mira desafiante y acaricia mi trofeo. –Vale- le digo –te lo dije-, juguetea a mí alrededor con su piel elástica y esos ojos claros; salta, canta, ¡grita!, después llora y hace ese bochornoso escándalo de nuevo, ama sentirse observado, que lo quieran, que lo mimen, que se rían de sus abyectos y obtusos comentarios. -Ahora vas a gritar más duro- le digo mientras ríe a carcajadas; mi cuchillo está un poco oxidado, hace mucho no era necesario usarlo, es pequeño y rustico, a muchas serpientes y roedores atravesó en los días de la guerra, la cacería no nos permitía ser exigentes; entra despacio mientras sus ojos se tornan grises. ¡Ah! Su sangre después de todo es roja y no más espesa que la mía, no es más que otro humano de pasiones y raciocinios perniciosos como los míos, esa sangre tibia sabe a lo mismo y se siente igual al toque de la piel; entonces la mirada lúcida se obscurece al cuarto contacto del filo y la punta oxidados, de mi diestro impulso malicioso y la satisfacción en mi rostro, los cortes se abren camino dentro de sus agallas, en medio de sus cojones, de esa valentía artificial, -te dije que no te metieras con mi trofeo-.
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