jueves, 8 de octubre de 2009

...de zarpazos y balazos…

En su bolsillo no había más que tres monedas y un chocolate que favorecido por el inclemente clima aún conservaba su forma original, al menos eso anunciaba el contacto minucioso y pendenciero de su mano derecha que de principio quiso hallar algo que más que los escuetos y devaluados metales. La noche había sido rauda y habitual, fugaz entre amarettos y cervezas importadas de extraños colores, texturas y recipientes, había transcurrido de prisa junto al olor del cabello de Viviana y sus tan esquivas como sutiles muestras de afecto. Hacia frio y en la avenida nada más uno que otro carro anunciaba el arribo presuroso de la madrugada en una ciudad que no tomaba mucho en desperezarse. Cerca de dos horas caminando no se hacían un problema, al menos había quedado como un galán con ella, como casi siempre, la había recogido y habían caminado <> unos diez minutos hasta el bar de Blasto, un amigo de ambos que se regocijaba en las venturosas noches de viernes duplicando el precio de todos los licores. Dos amarettos para empezar, era el trago favorito de Viviana, fuertes y en seco, como les gustaba a ambos, ella un tanto más divertida que de costumbre atinaba entonces a acariciar su mano y juguetear con sus uñas en medio los lánguidos dedos de su acompañante, un proceder casi rutinario después del primer trago en ella, en seguida él acechaba hablándole cerca, diciéndole lo bien que se veía como en cada ocasión y aventando cuanta palabra de amor la vida le había dado la oportunidad de detenerse a recoger de telenovelas, libros o familiares; ella en cambio, esquiva como siempre le desviaba la mirada y tan solo parecía centrar su atención en él a sorbos secos como los del amaretto para contemplar de frente esa piel morena y curtida que le hablaba de paraísos y exclusividades. Así se iban las citas, entre zarpazos en busca de besos, caricias de acá y jugueteos de allá, entonces pasaban las horas después de la media noche y la gente abandonaba, ellos, amigos del dueño, lo hacían al final para abordar un taxi, Daniel pretextaba no llevar uno de sus dos carros porque con ella prefería beber que manejar. El ritual de despedida era el mismo entonces, llegar a la casa de Viviana, esperar que descendiera y entrara para pedir al taxista que lo dejara en la siguiente esquina y empezar a andar. Como en otras ocasiones, Daniel había gastado lo de la quincena en tragos finos y sutilezas despectivas, con una doncella fluorescente que lo mismo podía saber de cómo convertir la paja en oro que de lo que significaba vivir ciento cincuenta cuadras al sur de su domicilio. Se habían conocido en el bar de Blasto, ella siendo una princesa acomodada y el pasándose por príncipe con la complicidad del dueño del establecimiento, los jueves de poesía fueron la excusa en un principio, después los viernes de música en vivo, así se fueron dando las cosas.
Llevaba tiempo caminando, serían las cinco calculó; por suerte se trataba de una zona segura y pronto llegaría a la única avenida con servicio público en todo el norte de la ciudad, allí tendría que esperar cerca de media hora y al fin los mil doscientos pesos del bolsillo derecho le serian más que útiles, cerca de cuatro horas después de descender del taxi estaría en su casa, dormiría un rato, se ducharía y a trabajar, pero mientras todo esto pasaba habría que seguir caminando.
-Calle noventa- se dijo entre dientes al contemplar el centro comercial de paredes azules a su derecha, siempre había creído que allí en verdad comenzaba la ciudad y que ir más allá requería hacerse con un equipaje corto que por lo menos supliera las necesidades alimenticias. Al cabo de cinco minutos estaría en la ochenta, sacó entonces el chocolate y lo digirió a dos bocados, lo había comprado para Viviana pero esa noche se arrepintió de dárselo después de que esta hiciera un comentario en tono burlesco acerca de los vendedores de dulces en los buses.
Su paso era pausado y adolorido, palidecía y tenía unas grandes ojeras, era algo natural con una noche de trasnocho, se le notaba lo farreado; al contemplarlo de frente daba la impresión de ser un enfermo terminal, de seguro por eso la poca gente que llegó a cruzar en el camino le esquivó la mirada al pasarle cerca; tan solo un par de hombres si se atrevieron a verle a los ojos, le descubrieron el cansancio abalanzándosele de forma estrepitosa y sagaz, -la plata o te morís- dijo uno de ellos, sujetándolo por el brazo mientras el otro le irrumpía con un arma de fuego en el pecho –me muero, ya no importa- dijo en medio broma y algo adormecido, el cansancio hacia su efecto y no fue consciente de la situación hasta percatarse del arma que empuñaba el mas alto. Todo fue rápido, Daniel sacó las únicas tres monedas que lo acompañaban y se las dio a quien lo sujetaba, eran grandes y grotescos de aspecto y estaban vestidos con el uniforme de alguna de las empresas de servicios públicos de la ciudad, quien le recibió el dinero cogió las monedas y se las tiró en la cara, en seguida de una zancadilla Daniel estuvo en el piso donde comenzaron a patearle el rostro y el abdomen en la desolada acera. Los carros pasaban por el lugar a mas de cien y de seguro los que vieron la escena también vieron el arma en la mano derecha de uno de ellos.
– ¿No más?- dijo el único que había hablado hasta entonces- esto no vale ni los golpes en su hijueputa cara-. Ahora vamos a irnos y acá no pasó nada, no nos quiera mirar o se lleva su pepazo, si nos sigue, si le dice a alguien, si grita, si respira, si piensa me devuelvo y me lo llevo cabrón.
Todo esto lo decía el hombre que de principio lo sujetó, el otro, algo parco y retraído solo miraba y sostenía el arma indiferente, con al cañón hacia el suelo, desde luego había participado en la golpiza pero no pronunció ninguna palabra. Quien estaba sobre Daniel se levantó presto y ambos empezaron a caminar hacia el norte apresuradamente, casi corriendo. Daniel, aturdido y sin poder ver muy bien por la sangre que le caía en los ojos en cuanto los sintió lejos se quiso poner de pie, aún no se había incorporado totalmente cuando a través de sus ojos lagrimosos percibió una mancha oscura y amenazante, una sombra que en un parpadeo no estuvo más, fue entonces cuando sintió el abrazo desde la espalda y una voz grave que al oído derecho le decía –¿le dije o no, gomelo? A mí no me gusta repetir-. Lo que pasó después sonó en seco y no tuvo testigos, fue certero como los amarettos o las miradas displicentes de Viviana, un solo estruendo que se hizo perforación en la espalda de Daniel. Después de que el sujeto saliera corriendo Daniel empezó a caminar para buscar ayuda, se lanzó a los carros de la autopista y ninguno se paró a su señal, dio unos cuantos trancos y se desplomó, fue ahí cuando alguien se detuvo a auxiliarlo.
El balazo según dijeron los médicos ingresó por la zona medular y quedó alojado a la altura de la decima vertebra dorsal. Daniel tuvo una cirugía de cuatro horas en la que le extrajeron la bala y estuvo en el hospital diez, veinte o mil quinientos días, no lo sabe pero fueron eternos, en estos no hizo más que esperar alguna reacción en sus piernas, la reacción, al igual que alguna señal de vida de parte de Viviana, nunca llegó.
Daniel ya no trabaja y ahora depende de su madre para casi todo, llora todas las noches cuando cree que los demás duermen y pide a Dios que acabe pronto con su vida después de blasfemarle y cuestionarle por su suerte.
Para Viviana Daniel no existe más desde esa noche en que lo despidió al descender del taxi, Blasto le informó de la situación de su acompañante ocasional y solo se lamentó lastimeramente, se lamentó mas por enterarse que Daniel tenía tres estratos menos que ella y por saber que en verdad no era jefe de asuntos jurídicos sino secretario de dicha oficina que por su invalides, le dolió más sentirse engañada; ya no habrían con él más quincenas despilfarradas ni amarettos, ahora sus bolsillos estarían de seguro demasiado rotos y ni con ellos, ni con sus piernas ornamentales o sus promesas paradisiacas compraría siquiera un tanto de todo ese amor negligente que ella tenía por ofrecer.

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