Logré conciliar el sueño próximo a la una de la madrugada después de despedirme de ella en el chat y acostarme de inmediato pasadas las doce, tuve un sueño profundo y sin interferencias.
Todo comenzó cuando llegó a mi trabajo en el restaurante Andrés, un viejo compañero de colegio que solía amañarme con su buen humor y unas historias tan cotidianas como bien contadas, al principio fingió no reconocerme, le ofrecía el menú y no me miraba, finalmente me saludó displicente y se fue no muy lejos a festejar un reencuentro escolar, desde mi ubicación pude reconocer a muchas de las caras que acompañaron mi juventud: Angélica, María Fernanda, Camilo, entre otros.
Yo los miraba desde lejos festejar y abrasarse mientras continuaba con mis labores de mesero, me dedicaba a repasar unos cubiertos cuando se acercó de nuevo Andrés y me dijo que no había estudiado después del colegio a lo que su madre, que de algún lugar había salido, correspondió diciendo que no era necesario porque por cada carro que vendía se ganaba tres de los mismos. Enseguida mi compañero tomó en sus manos el tarro de detergente que yo tenía listo sobre el mesón para limpiar mas tarde y me dijo: -Se cómo sacar un hombre negrito de acá-, lo destapó sin titubeos y lo hizo. A decir verdad no era del todo un hombre, parecía más bien un grillo con extremidades humanas y coraza marrón que comenzó a dar estrepitosos saltos sobre las rodillas de todos: de él, de Ella (que de algún lugar había salido), y claro, sobre las mías.
El primer contacto sobre mis rodillas fue seco y doloroso, no pude evitar quejarme, me dolió tanto que cuando lo vi aproximarse por segunda vez estrellé sobre su pequeña fisionomía lo que quedaba del tarro de detergente que Andrés había dejado sobre el mesón, fue una mala valentía, tan pronto lo hice, al mejor estilo de las películas, el grillo se pudo transformar en lo que parecía ser un pájaro que nos doblaba en tamaño, un alado sin plumas y con grandes dientes que comenzó a revolotear por todo el lugar, en ese momento la plaza había quedado vacía, tan solo la habitábamos los tres y así el pajarraco volaba a sus anchas hasta que lo vimos escapar por una de las ventanas, corrimos a ver hacia donde se dirigía, volaba alto, como a cinco pisos y no era el único, lo acompañaban dos más.
–Son todos alcaravanes- murmuré –le sacan los ojos a la gente-, entonces los tres alcaravanes dantescos entraron por una de las ventanas del billar y desde allí todo fue gritos desesperados.
Quisimos guarecernos antes que de salieran por nuestros ojos pero todos los caminos estaban sembrados de minas, por donde se quisiera ir habían cientos, como los cuadros de un ajedrez, restringiendo todos nuestros movimientos, empezamos a andar esquivando los caminos, trepando a las rocas, los alcaravanes estaban cerca y en un intento de desesperación por no dejarse alcanzar nuestro compañero se echó al camino inmolándose en el acto.
Así estuvimos varios días con sus noches, tomando el agua de la lluvia y sin detenernos, cuidándonos de no dejarnos ver por los pájaros que cada vez parecían volar más bajo, después de una gran travesía logramos llegar a lo que parecía ser otra ciudad, un corrillo de edificios grises y polvorientos de donde las personas parecía que no habían podido salir en mucho tiempo, accedimos a uno después de mucho rodearlo por el temor a las minas, parecía un hospital, tenia cientos de corredores amplios y puertas cerradas, todo sin luz. Al final conseguimos una escalera y llegamos a la tercera planta, allí a una de las habitaciones se le adivinaba un foco encendido y una sombra, al parecer masculina, se paseaba impaciente al otro lado del vidrio martillado que componía la mitad superior de la puerta, había un letrero escrito en tinta negra y sobre una hoja de cuaderno suelta que pendía del cerrojo: “Se cumple su sueño en 12 minutos por $3000 pesos”.
Ella se revisaba los bolsillos al arribo de las escasas monedas que recordaba tener.
–No entres- le dije.
–Tengo que- me respondió al tiempo que me daba la espalda- es mi sueño, no el tuyo.
–Te quiero-.
–Tú a mí- respondió ella.
El teléfono sonó estridente antes de que alcanzara a salir a las calles a esperar que los alcaravanes me sacaran los ojos.
-Juan Pablo, llamando- leía en medio de la conmoción sin saber en realidad en donde estaba, al lado del nombre unos números: –Mierda, las diez, debería estar entrando a trabajar.
Todo comenzó cuando llegó a mi trabajo en el restaurante Andrés, un viejo compañero de colegio que solía amañarme con su buen humor y unas historias tan cotidianas como bien contadas, al principio fingió no reconocerme, le ofrecía el menú y no me miraba, finalmente me saludó displicente y se fue no muy lejos a festejar un reencuentro escolar, desde mi ubicación pude reconocer a muchas de las caras que acompañaron mi juventud: Angélica, María Fernanda, Camilo, entre otros.
Yo los miraba desde lejos festejar y abrasarse mientras continuaba con mis labores de mesero, me dedicaba a repasar unos cubiertos cuando se acercó de nuevo Andrés y me dijo que no había estudiado después del colegio a lo que su madre, que de algún lugar había salido, correspondió diciendo que no era necesario porque por cada carro que vendía se ganaba tres de los mismos. Enseguida mi compañero tomó en sus manos el tarro de detergente que yo tenía listo sobre el mesón para limpiar mas tarde y me dijo: -Se cómo sacar un hombre negrito de acá-, lo destapó sin titubeos y lo hizo. A decir verdad no era del todo un hombre, parecía más bien un grillo con extremidades humanas y coraza marrón que comenzó a dar estrepitosos saltos sobre las rodillas de todos: de él, de Ella (que de algún lugar había salido), y claro, sobre las mías.
El primer contacto sobre mis rodillas fue seco y doloroso, no pude evitar quejarme, me dolió tanto que cuando lo vi aproximarse por segunda vez estrellé sobre su pequeña fisionomía lo que quedaba del tarro de detergente que Andrés había dejado sobre el mesón, fue una mala valentía, tan pronto lo hice, al mejor estilo de las películas, el grillo se pudo transformar en lo que parecía ser un pájaro que nos doblaba en tamaño, un alado sin plumas y con grandes dientes que comenzó a revolotear por todo el lugar, en ese momento la plaza había quedado vacía, tan solo la habitábamos los tres y así el pajarraco volaba a sus anchas hasta que lo vimos escapar por una de las ventanas, corrimos a ver hacia donde se dirigía, volaba alto, como a cinco pisos y no era el único, lo acompañaban dos más.
–Son todos alcaravanes- murmuré –le sacan los ojos a la gente-, entonces los tres alcaravanes dantescos entraron por una de las ventanas del billar y desde allí todo fue gritos desesperados.
Quisimos guarecernos antes que de salieran por nuestros ojos pero todos los caminos estaban sembrados de minas, por donde se quisiera ir habían cientos, como los cuadros de un ajedrez, restringiendo todos nuestros movimientos, empezamos a andar esquivando los caminos, trepando a las rocas, los alcaravanes estaban cerca y en un intento de desesperación por no dejarse alcanzar nuestro compañero se echó al camino inmolándose en el acto.
Así estuvimos varios días con sus noches, tomando el agua de la lluvia y sin detenernos, cuidándonos de no dejarnos ver por los pájaros que cada vez parecían volar más bajo, después de una gran travesía logramos llegar a lo que parecía ser otra ciudad, un corrillo de edificios grises y polvorientos de donde las personas parecía que no habían podido salir en mucho tiempo, accedimos a uno después de mucho rodearlo por el temor a las minas, parecía un hospital, tenia cientos de corredores amplios y puertas cerradas, todo sin luz. Al final conseguimos una escalera y llegamos a la tercera planta, allí a una de las habitaciones se le adivinaba un foco encendido y una sombra, al parecer masculina, se paseaba impaciente al otro lado del vidrio martillado que componía la mitad superior de la puerta, había un letrero escrito en tinta negra y sobre una hoja de cuaderno suelta que pendía del cerrojo: “Se cumple su sueño en 12 minutos por $3000 pesos”.
Ella se revisaba los bolsillos al arribo de las escasas monedas que recordaba tener.
–No entres- le dije.
–Tengo que- me respondió al tiempo que me daba la espalda- es mi sueño, no el tuyo.
–Te quiero-.
–Tú a mí- respondió ella.
El teléfono sonó estridente antes de que alcanzara a salir a las calles a esperar que los alcaravanes me sacaran los ojos.
-Juan Pablo, llamando- leía en medio de la conmoción sin saber en realidad en donde estaba, al lado del nombre unos números: –Mierda, las diez, debería estar entrando a trabajar.
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