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domingo, 9 de octubre de 2016

…Opinión al margen…


Transcurren varios de los días más nefastos para la historia de mi país desde que estoy vivo.

Vertiginosamente nos hundimos en esta pesadilla que nos dejó el resultado del plebiscito del 2 de octubre, poco más de cincuenta mil votos inclinaron la balanza en favor del No. Fue el funesto adiós a la posibilidad de empezar a construir, en paz, un país de menos guerra y más educación, de más justicia social, porque es claro que no era más que eso: una posibilidad, pero lo era.

Me acuso de haber creído incauto que los resultados nos serían favorables (claro, soy un firme convencido de que el Sí era la opción que más “nos” convenía) pues, ahora me pregunto si por fortuna, me he rodeado en el mundo (real y virtual) de quienes a lo largo de su vida han asumido posturas liberales, progresistas, comunitaristas.

Así, estos días he visto aflorar entre amigos y familiares sentimientos de ira, desesperanza, frustración.

Sin lugar a dudas, la tristeza también ha invadido mis noches desde el resultado y la sensación con el recuerdo se va pareciendo cada vez más a la de una decepción amorosa. Nada extraño, si se piensa, el despecho es con los compatriotas, mayoría, que votaron por la opción contraria y, aunque las explicaciones pudieron ser muchas, gran parte de la indignación la vertimos sobre la impotencia que genera la falta de una oposición clara, responsable y propositiva, fenómeno que ha quedado en evidencia desde el momento mismo en que se anunciaron los resultados definitivos.

Lo que al día de hoy tenemos es el oportunismo de algunas cabezas que se adjudican la posición del vencedor, que dicen tener unas condiciones inamovibles para la consecución de una paz estable y duradera, pero que a la larga no están haciendo más que improvisar. Una semana después de los resultados apenas salen los primeros comunicados y proposiciones concretas, muchas de las cuales amparan la impunidad y resguardan los intereses de unas clases políticas y sociales vinculadas a fenómenos de desplazamiento forzado, despojo de tierras y de ejecuciones extrajudiciales, entre otros. Las mencionadas propuestas se la juegan por desconocer la justicia de transición y condenan en el olvido nuestro derecho de conocer la verdad de lo sucedido en los últimos años en torno al conflicto armado; ciegan con ignorancia el justo reclamo que como población civil debemos a los responsables de tanta atrocidad.

Mención especial merece el montón de incautos que creyó en las vociferaciones de los vendedores de humo, que abusando de su autoridad, credibilidad y de la buena voluntad de sus allegados, difundieron mentiras de todo tipo logrando imponerse a través de la desinformación y el miedo. Muchos de esos votantes, hoy como todos, ven las nefastas consecuencias de la decisión a nivel político, social y económico; el voto se les ha hecho indefendible en el escenario cotidiano. A mi juicio resulta difícil discutir, si se es un ciudadano de a pie sin intereses políticos o económicos claros en la continuidad del conflicto, con un acuerdo juicioso, mesurado y responsable como el alcanzado.

Lo cierto es que estamos así gracias a que como masa siempre hemos sido tal como nos lo pinta este momento de nuestra historia: mediocres y egoístas.

Aún no vuelven a sonar las trompetas de la guerra, falta poco menos de un mes para que se levante el cese al fuego bilateral extendido y mientras tanto las partes (que ahora son tres) juegan al ajedrez, cada una al ritmo que más le favorezca. Curiosamente ese juego versa sobre reuniones que fraguan los grandes politiqueros de siempre, como viejos amigos, una burla a las víctimas y a la sociedad civil cuando esos mismos encuentros, y aquel tan sonado consenso nacional, pudieron haberse llevado a cabo por lo menos cuatro años antes.

En las opiniones políticas diarias hay sentimientos encontrados, espaldarazos (tal vez más internacionales que nacionales) y detractores. A mí personalmente me cuesta imaginar en qué momento una desazón comunitaria se apoderó de nosotros tan agudamente.

Aún así, el grueso de los nacionales, cándidos todos, esperamos desde la saciedad de nuestras rutinas las noticias del día a día. De pronto asistimos a una marcha acá, firmamos una petición por allá o hasta nos atrevemos a instaurar acciones legales, pero hay que decir que muchas de estas acciones carecen de una contundencia que vaya más allá de la emotividad. La mayoría son una muestra de respeto y sensatez, exigen el cambio de balas por banderas blancas y se representan en gritos de consignas en favor de un mejor país. Hay lágrimas en asistentes y espectadores

Se vienen nuevos días de drama y cada uno de nosotros vuelve con decepción a sus tormentos de los últimos años. Mientras tanto, la democracia nos muestra en ejemplos de varias naciones que puede ser perfectible, con los días surgen nuevas y mejoradas distracciones mediáticas y el universo continúa expandiéndose. Esperemos que antes de que el daño de huracanes, elecciones de tiranos o reformas tributarias nos alcance, se nos permita, como consecuencia de algún nuevo suceso caótico, construir el tan anhelado posconflicto.


lunes, 31 de agosto de 2015

…decadencias…

Una de mis primeras novias solía decir que yo escribía horrible, que me faltaba estilo, pero sobre todo estética. Tendrá razón hasta el fin de los tiempos.

Me acostumbro a caer en falsas modestias, a expresarme con ironía, a tener reflexiones absurdas sobre vicios que consumo y que me corroen. Últimamente caigo en torpes seguridades y en mil frustraciones relacionadas con la soledad, esa bella experiencia que conjura la independencia.

Algunos dicen que felicidad es recordar los momentos que ya no están, en este caso las visitas furtivas, los mensajes cifrados, escapar de la oficina, discusiones paradigmáticas, que las manos se tomen, un plan conjunto, los sentimientos y los resentimientos.

Supongo que felicidad también es tomar una decisión de todo o nada, donde el todo son tus hermanos y la nada la incertidumbre.

Hay soledades con nombres propios, en este caso soledad es María Belén antes de la media noche, es ese momento en que ella se baja del taxi y en el que reconozco que cuando la vuelva a ver ya no va a ser como antes. Soledad es esa promesa de vernos al día siguiente por última vez un par de horas antes del vuelo y es robar ese último beso de su boca antes de que descienda.

Soledad es ir el resto del trayecto taciturno y reconocer en el retrovisor que el taxista también se acongoja con esa falsa promesa.

Soledad es que de manera tan diplomática ella salga de tu vida.

Soledad es que cuando llegues a tu destino el taxista te desee un buen viaje.

domingo, 28 de junio de 2015

…Linda…

Hoy vi a Linda, hace 2 años largos no la veía. 

Recuerdo que esa vez, por allá en el diciembre de 2012, me alegró mucho el día (y el mes) verla, tanto que terminé por comprar más regalos de los que me había presupuestado para entonces. Mi familia fue la gran beneficiaria de mi encuentro furtivo desde el Transmilenio con Linda.

Seguía estando igual: altiva, esbelta, erguida, delgada, elegante… en ese momento la vi pasando la calle desde la ventana del bus, no me costó mucho trabajo reconocerla, era ella sin duda.

Para el año 2010 Linda fue mi pareja de baile de manera transitoria, montábamos una milonga en el grupo al que pertenecíamos y por los azares de la vida los profesores estimaron que ella y yo seríamos la pareja más notoria, juntos estaríamos al frente y en el centro.

Para entonces yo no la conocía y tampoco lo pude hacer tiempo después, mi novia de turno hacía parte del mismo montaje y era un tanto celosa, además Linda no era particularmente habladora. Lo único que me llegó a contar entre ensayo y ensayo es que me llevaba más de 10 años (yo le hablé de mi edad, 22 para entonces) y que jamás en la vida había trabajado. Estaba haciendo un doctorado ahí en la universidad y en par meses se iría a Alemania, todo en su vida, todo, hasta entonces, se lo habían costeado sus padres.

Linda hacía pleno honor a su nombre.

Ensayamos unas cuatro o cinco veces, no lo sé, faltando dos semanas para la presentación Linda no volvió a los ensayos, nadie sabía su número, su correo, nada, solo sabíamos que hacía un doctorado en la Nacional.

Para aquel día de diciembre cuando la vi desde la ventana juré que si la vida me la volvía a poner de frente le hablaría, le preguntaría cómo le había acabado de ir con su doctorado y claro, si sus padres aún le daban para el bus.

Tuvo que ser 7 de abril de 2015 para encontrármela de nuevo, sucedió siendo la tarde de un martes cansado y rutinario en la estación de Transmilenio más cercana a mi oficina, subimos al mismo bus y la reconocí desde el primer momento, tiene la misma “lindura” de los días en que bailábamos. De pie me acomodé a su lado, la miré fijamente, no fui capaz de hablarle, no supe o no quise saber cómo decirle – ¿Linda? ¿Linda Rincón? ¿Me recuerdas?-, ¡no!; por todo lo que duró el trayecto y estando a su lado la contemplé de manera casi descarada. Noté que se sintió intimidada, cambió algunas veces de postura, me miró de reojo, palideció. En fin.

Tarde advertí que había llegado a mi destino, tuve que salir a empujones, sin despedirme, sin una última mirada. Había perdido la oportunidad de hablarle, sin embargo, en el recorrido le noté esas maneras elegantes que recordaba y algunos libros en su maleta, pienso ahora que a lo mejor se dedica a la docencia. Especulo.

Absorto pasé la calle; había perdido el chance y ya no me juré nada, -si la vuelvo a ver la disfrutaré, la recordaré en esa milonga de hace 5 años y nada más- me dije. Del otro lado de la acera tuve la sensación de ser observado, últimamente me cerca la paranoia, la seguridad no es la sensación que más me transmite la ciudad por estos días, agité la cabeza y pasé rápidamente la mirada a todas partes en busca de amenazas.

Del otro lado de la avenida Linda me miraba expectante, revisaba su bolso y me clavaba esos bellos ojos verdes, quise sonreírle pero al advertir mi mirada bajó la suya, cerró la cremallera de su bolso y echó a andar presurosa hacía el oriente, dirección opuesta de donde vivo, de seguro que se fue con la sensación de que yo la miraba de manera insistente en el bus porque la quería robar. De seguro no se acordó de nuestra milonga.

domingo, 18 de marzo de 2012

…anonimatos…

…Tengo que hacer un escrito que contenga una hipótesis sostenible, deducciones, evidencias y conclusiones en menos de doscientas palabras. Sí, mi profesor de inglés es un tanto optimista, de cualquier forma lo haré más tarde, por ahora, y antes de volver con las hipótesis, me quedo con las sandeces y las simplezas de este blog que cada vez está más sucio y abandonado…


-Tomás, no está bien que veas conversaciones ajenas- me dijo al tiempo que advertía que el foco de mis ojos se desprendía por un momento del contacto con los suyos y se deslizaba etéreamente por la boca resplandeciente de la mujer sentada tres mesas adelante. -Es una costumbre apática que, bien sabes, no te ha traído más que problemas– continuó diciendo -aún me veo llevándote comida a la estación policial la última vez que tu maña fue percatada por los tipos de esa mesa en el juego de póker– concluyó.

La mujer que estaba a tres mesas era una mulata grande y afanosa, supuse que sería de algún municipio del Caribe de donde he conocido a muchas como ella, con esa alegría eterna y sensual. Sentada mostraba un cuerpo robusto de brazos y espalda ancha, que probablemente combinaban tan bien con un abdomen pronunciado como con esa sonrisa nívea. Tenía los ojos oscuros, grandes y brillantes, y unos pómulos brotados que le daban ciertas facciones de indígena.

-¿La ves?, está justo detrás de ti y acaba de decir “nunca he estado más asustada en mi vida”- le dije al rostro de Camila que por mi imprudencia recién se había enfurecido y ahora desviaba la mirada. -Si hay algo difícil de saber cuándo intentas leer los labios de las personas es cómo se llaman- continué diciendo -puedes pasar horas y horas en el bus, un bar, el parque o la biblioteca y las personas difícilmente dirán su propio nombre-.

-A mí eso me tiene sin cuidado, ya te he dicho que no está bien que lo hagas- me recriminó de nuevo el rostro enfurecido y ahora recién ruborizado.

-Lo cierto, te interese o no, es que él tiene por lo menos el doble de su edad y ella aún no llega a los veinticinco, lo cierto es que vivieron en el idilio por cerca de seis meses y después, como raro, ella empezó a creer que algo no andaba bien. Nuestra amiga se sospecha que su galán le ha contagiado alguna enfermedad– le dije buscando más que un tanto de rubor en su ira -lo cierto, después de todo, mi querida Camila, es que no merece la pena seguir leyendo en los labios ese dolor porque quizá se nos contagia- terminé diciendo mientras advertía lo triste que resultaba la historia de la morena y lo imprudente de mi costumbre.

 –Tú me lo acabas de contagiar, imbécil, ahora ni siquiera quiero ver su rostro, vamos a esperar a que se vaya- me dijo al tiempo que para sorpresa mía había desviado su estallido de ira contra lo arraigado de mi maña a los actos de él, de un él de quién no sabíamos nada y del que solo la interlocutora de la joven hubiese podido darnos razón en ese instante-.

Como en otras ocasiones, con ese tono solemne y el aire filosófico que siempre ponía en sus modismos, muletillas y frases de cajón, a los pocos minutos relacionó lo que le había contado con un pasaje de su vida o de la de quienes conocía. Comenzó hablándome de la suya, de la necesidad de prescindir de la inocencia para que no sucedieran engaños como el que hubo contra la mulata. Me aseguró, no sin antes cerciorarse de que me había convencido de lo de los engaños, que hay vidas que están marcadas por ciertos nombres, y me contó la historia de Leonardo y Johan, amigos suyos de la universidad que se habían conocido de niños y se habían hecho pareja a los trece siendo la más estable que ella hubiese llegado a conocer. Me habló de esa Carolina amiga suya que siempre se había involucrado con hombres que se llamaban David y ya sumaba más de seis.

Ese rostro, ahora tranquilo y pálido, me contó que algunos años atrás, antes de que nos conociéramos, la habían cambiado por alguien que para ella no significaba ni una digna competencia, y que eso le había dolido más. Ella, tan delgada, bonita, emprendedora y en otrora excluyente, un día fue cambiada por una más gordita y andariega, una morena con facciones indias que la superaba al parecer en experiencia porque aún en edad ella seguía siendo mayor.

Nos olvidamos de la mulata y así como llegó se marchó entre un gimoteo lastimero y el consuelo odioso de su amiga del que no fuimos testigos. Pedimos la cuenta y nos retiramos.

Al dirigirnos al parqueadero continuó con el tema. –No obstante me siento tranquila, por muy triste y vacía que haya sido mi vida- opinión con la que yo en nada estaba de acuerdo -al menos seguí siendo una mujer sana y salva, a quién no le han amenazado ese tipo de catástrofes autodestructivas como la de la mulata del restaurante. No llegué a ser la bacterióloga más famosa del instituto ni a dirigirlo, quizá sea una mujer a la que nadie más que tú recordarás, pero espero ser una mujer salva y tranquila, ciertamente es mucho más de lo que se podrá decir de todas esas estrellas que por estos días han muerto en medio de la opulencia, el consumo y la soledad-.

Camila no había tenido una vida muy complicada aunque creyese que cada pérdida cotidiana de la infancia había generado en ella un obstáculo irreparable, sin embargo, historias como la de la mujer del restaurante cocían en ella ese tipo de reflexiones sobre los placeres sencillos por las que yo tanto disfrutaba de su compañía.

jueves, 12 de noviembre de 2009

…¿y por qué no irnos para Nápoles (o para Barcelona)?...

Juan Pablo tenía los mismos ojos profundos y azules de su bisabuelo materno, ese par de canicas diáfanas y escudriñantes lo mismo llamaban la atención de las señoras casadas que de los jóvenes que pasaban a su lado de la mano de alguna mujer.

Y era tan normal que nadie sospechó nada en años, su hermana fue la primera en saber y aún a su madre se le fue a Italia siendo todo un hombrecito, el mismo que en una fiesta de noche buena había llegado a casa con una niña que le llevaba tres estratos y dos idiomas por delante, Juliana, la del carro bonito y los papás en el extranjero, y es que a todos nos pareció inverosímil que Juan Pablo fuera el responsable de tan noble visita, más increíble aún que ella lo buscara toda la noche y que llegada la madrugada se lo hubiera llevado en su fabuloso coche rojo para que tres días después llamara Juan a su madre informándole que estaba en Medellín en la casa de alguno de los tíos de Juliana. Poco después Juan Pablo anunció su viaje a Italia, Pedro, un amigo del hotel donde trabajaba le había propuesto ir a trabajar allá en principio como mesero pero le aseguraba que con el tiempo las cosas se le darían. Bueno, eso fue lo que nos dijo a todos.

El viaje se organizó en cuestión de semanas, Juliana, la del coche rojo, parecía ser la única que no se alegraba con el suceso; por fin un Peralta se iba a vivir al exterior y a ganar en dólares o en alguna de esas monedas raras de por allá –es que uno en la vida no se puede dejar pintar pajaritos así por así- le decía Juliana a Carmen, la mamá de Juan Pablo que parecía ser la más feliz con la idea de que su muchacho pisara tierra extranjera.

Juan Pablo dijo que llamaría en cuanto estuviera ubicado y así lo hizo –mamá, estoy en Nápoles, cerca del mar, la quiero mucho- fue lo primero que escuchó Carmen en la bocina que arrastraba el eco de miles de kilómetros al noreste. Según nos contaba estaba trabajando como mesero en un restaurante español, ganaba bien, y hasta nos sorprendió desde el segundo mes con giros de medio o un millón de pesos, según nos decía la vida era muy cara allá y pronto empezaría a buscar un nuevo empleo.

–Este par de ojitos me tienen que servir para algo más que levantarme a las muchachas de barrio- nos decía entre risas; poco a poco fue cambiando, pasaron seis meses y los giros se hacían más constantes, cuando le preguntábamos por su trabajo nos evadía o simplemente nos decía que hacia algunos turnos en el restaurante español y nos hablaba de sus compañeros de trabajo, latinos de familias infortunadas que habían tenido la suerte de llegar al otro lado.

Era poco descriptivo, siempre lo habíamos creído tímido y un tanto reprimido, sus opiniones eran comunes y había que sacárselas con alicates, en Colombia tenía un empleo rutinario como camarero en un prestigioso hotel, hecho que le facilitaba la vida, se hablaba poco y los oficios eran monótonos.

Nunca nos habló de Italia, de los museos, las calles, la comida o los artistas y nosotros, tan ingenuos como incultos nos conformábamos con sus descripciones de la casa donde vivía o con una que otra palabra en italiano que bien nos podía sonar a la misma de la primera o la última llamada que nos hizo, él por su parte se contentaba con decirnos que se trataba de -pan, -por favor, -gracias o -buenos días; nos parecía que había aprendido mucho. Según nos contaba vivía en una pensión con muchos de sus compañeros latinos del restaurante, era un buen ambiente y casi todos hablaban español y soñaban en la eternidad con reunir el suficiente dinero y regresar a su nación, ser prósperos y populares.

Una tarde sonó el teléfono intempestivamente, se oía distante y entonces supimos que se trataba de Juan Pablo, al otro lado una voz intermitente y festiva empezó a parlar cuando Carmen tomó la bocina, en un español lento e inocente saludó y preguntó por algún familiar de Carlota, al no entender Carmen le dijo que no conocía a nadie con ese nombre, la mujer entonces reaccionó y le preguntó si conocía a Juan Pablo y ante la afirmación de Carmen procedió a regarse en felicidades y agradecimientos porque según le decía tenía un hijo muy buen mozo y de muy buenos modales; en la distancia las risas eran claras –acá a Carlotita la queremos mucho, la felicito- dijo la mujer antes de colgar. Luisa lo sabía desde el principio –al fin salió del closet, ya venía siendo hora- me comentaba en un tono envidioso. Carmen no quiso comentar nada al respecto y cada vez que Juan Pablo llamaba actuaba como si nada, le preguntaba cómo iba el trabajo y le agradecía por los giros mensuales que cada vez alcanzaban para más y más cosas, le preguntaba si estaba comiendo bien y él, entre risas, le respondía que en los mejores restaurantes y que pronto la llevaría a conocer.

Pasaban diez meses de la partida de Juan Pablo cuando una noche entró una llamada con la misma voz pringosa de la mujer que un tiempo atrás se había referido a Carlota, esta vez preguntó por Carmen directamente y fue certera –lo siento mucho, Carlota era una buena muchacha, esta mañana la encontraron muerta, tenía muchos tiros en todas partes, estaba trabajando- en el fondo Carmen creyó saber de qué se trataba pero se negó a aceptarlo, solo quiso decirle a Luisa que tenía que hacerse cargo de que su hermano regresara para darle santa sepultura en el país; dos semanas después llegaba Juan Pablo, sin todos los millones que había soñado traer, una bolsa de empaque al vacío en la bodega había sido su asiento en el retorno.

Al querer reconocerlo, Carmen pretendió encontrar al joven tímido y trabajador que se había ido hace menos de un año, en definitiva Carlota era mucho más bella, tenia senos, y una cara perfecta y con maquillaje permanente, extensiones de cabello y una piel tersa que deformada por los impactos de bala no dejaba de ser más bonita que la de Luisa. Cinco tiros en el torso y uno que entró por la boca en el lado del labio inferior. Los gastos de envío del cuerpo habían sido cubiertos desde Italia y la persona autorizada a reclamarlo había sido referida con nombres y apellidos completos, además de dirección y teléfono personal.

En la casa de Nápoles la matrona del español jocoso no se animó a pasar al teléfono ante nuestras llamadas, tan solo pude hablar con un argentino llamado José Luis y al que llamaban Lucia –que tal, soy Tomás, el mejor amigo de Juan Pablo- me presenté. José Luis me dijo entonces que Juan Pablo jamás había trabajado en el restaurante español y que no salía de casa más que por la noche, no había conocido Italia, había llegado y a los dos días se había mandado a operar con cerca de 3000 euros en efectivo que consiguió de algún lugar, después de un mes había podido empezar a trabajar en las noches, la calle de Espalter era su morada, le iba muy bien, era bella y latina, apetecida por demás, pero en un negocio como ese no es muy bueno criar tanta fama, y menos una adicción a la heroína, casi la mitad de lo que ganaba lo invertía en la dama blanca y así se le iban los días en la calle, entre clientes y una inyección, y otra, y otra, así se fue dando a conocer, tuvo varias peleas callejeras por el polvo y a la casa ya casi ni iba, sin embargo, cuando lo hacía llegaba con impresionantes joyas y mucho efectivo, en la calle ya casi nadie la toleraba y se la pasaba más inyectándose que en el trabajo, fue así como se hizo la fama de peleonera, y lo peor, de "sidosa", los diarios amarillistas de esos días aseguraban que por eso le habían disparado a la latina de los ojos azules.